Archivo | octubre, 2015

Hablar por hablar

29 Oct

TOC

PERFECTO, ELLA ME DECÍA SIEMPRE QUE YO ERA PERFECTO.  Así, tan gracioso, tan  tierno  con  mis cosas.  Ella  decía: perfecto,  mis  cosas,  perfecto.  Sí,  ella  llamaba  “mis  cosas”  a  toda  esta puta  mierda  que  me  está jodiendo la vida, ella  les decía “mis cosas”. Pero  yo  no  soy  perfecto, qué coño lo  voy  a  ser, un  perfecto gilipollas en  todo  caso, una  perfecta  mierda, si no ella no se hubiera  ido,  ¿no?  Con otro, seguro que  con otro,  ella y  su  encantadora  media sonrisa.  Sí, adiós; para siempre.  Gracioso  era su  hoyuelo  y  no  yo.  Allí,  en  su  mejilla, junto a  sus  labios,  tan  rosas, tan blanditos.  Ese hoyuelo,  allí,  cuando  me  sonreía y  me  perdonaba  la vida; o  cuando  me condenaba a  cadena  perpetua,  a  cámara  de  gas, a  la  horca. Ese  hoyuelo  mi  guarida,  mi madriguera  y  mi  jaula. Sí,  porque  yo  siempre  tengo que hacer alguna de  mis cosas:  siempre; porque  yo  si  no  me  vuelvo  loco,  me  vienen a la  cabeza cosas  raras,  cosas feas,  y  me  duele.  Así lo  paro, stop,  lo controlo:  lo  necesito. Son  rutinas, de esta  forma tan  aséptica  y  mentirosa las llaman  los  médicos, y  los  psiquiatras  y  hasta  la  Wikipedia,  pero ella  les  dice  “mis cosas”,  porque es  mucho  más  bonito,  más  tierno, claro  que sí,  y  ella  me  sonreía siempre y  esperaba  tranquila a que yo  acabara de  hacerlas, sin  meterme  prisa, y  ya  todo bien, hasta dentro  de un rato.  Rutinas. Sí,  son  “mis  cosas”,  joder,  sí  y  ella  es  ella  y  su  sonrisa y  su hoyuelo esperándome, porque  ya no puedo pensar  en  otra  cosa. Ya  no,  joder.

La  primera vez que la vi todo  en  mi  cabeza  se  tranquilizó:  todos los tics, todas imágenes desaparecieron.  Por primera vez  en  toda  mi  puta  vida  estaba  en  paz, sin  pensar en  nada  más  que en ella, sólo  mirándola, observando  cómo  se  movía,  cómo  se  pedía una  copa y  cómo  movía  los labios  mientras hablaba  con  una  amiga.  Las dos solas, se  reían,  tanto,  ella  más, ella  mejor. Yo no podía  mirar a  otro sitio y  yo  también  estaba  con un que, desde hacía cinco  minutos,  era invisible,  llevaba  cinco minutos sin  hablarle,  él llevaba trecientos  segundos hablando  con una pared, y  me  dijo qué te pasa. Estoy  viendo a la  madre de  mis hijos, le dije yo, porque sí,  porque se reía  tanto  y  yo  era feliz  mirándola,  por  primera vez, desde hacía algo  más de cinco  minutos o  ya  seis.  Sí,  seis. Me  levanté  y  me  presenté, dije una  gilipollez,  no  me  acuerdo qué,  y  se  rieron, ella más, ella mejor.  La  invité  a  salir  seis  veces  en  treinta  segundos,  ella dijo sí  a  la  tercera, pero daba  igual porque  el  seis  era un  buen  número,  un  número  de  buena  suerte,  y  tenía que  seguir pidiéndoselo.  En la primera  cita, pasé  más  tiempo  ordenando las verduras  por colores y lamentándome  por  no haber pedido  sopa  que  comiendo o  hablando  con  ella. Las sopas están mezcladas, son caos,  no se  pueden ordenar. Pero  a ella  eso  le gustó,  se reía y  le salía el  hoyuelo, allí  bajo  su mejilla,  junto a sus labios  rosados  y  blandos.  Eres tan  tierno,  me  decía. Ella  adoraba mis seis  besos  de despedida si  era  lunes o  los dieciocho  si  era  miércoles, es  la tabla  del  seis. Menos  mal que  el fin  de semana  normalmente  estábamos siempre juntos  y  no  hay  que despedirse,  treinta y  seis besos o cuarenta  y  dos son  demasiados.

Nos mudamos pronto  a vivir a  mi  casa  porque en  la  suya  no podía  ser,  era  imposible. En la sexta cita, tenía  que ser la sexta, seis,  me  invitó a subir  y  tomar la  última  copa  allí. En lugar de  acostarnos, casi me  tiene que llevar al  hospital  porque era un décimo  octavo  piso y  yo no puedo  montar en un  ascensor,  me  está  prohibido. No  entiendo cómo  la  gente se sube en  esa caja siempre a  punto de  descolgarse y  matar a  todo  el  mundo, una  caja sin aire  dentro  ni  para uno sólo.  Pero  en  mi  casa todo iba bien, allí  sí.  Ella  me  decía que  se  sentía  la mujer  más  segura del  mundo porque  cerraba  seis  veces los  seis  candados de  la  puerta,  que  así nadie nos podría robar nunca.  Y  cuando  encendía  y  apagaba las luces una  y  otra  vez cada  noche,  ella  me  esperaba en la  cama  con su  hoyuelo y  me  decía que  conmigo  era  tan  feliz que se  imaginaba  que  cada click  eran  amaneceres  y  puestas de  sol, de  segundos, un  día  y  después  otro, sólo de  segundos que  es le duraban a  ella  los días  conmigo, porque decía  que  cuando todo  es perfecto  tiene que ser así,  porque el tiempo  pasa  volando  cuando eres feliz.  No  como  ahora  que el tiempo  no pasa, se detuvo cuando ella  se fue por la puerta, aunque todos los relojes tengan bien  la pila, porque yo  siempre  tengo varias de repuesto,  pero  ya  da  igual,  las manecillas se  mueven pero es  el tiempo  el que no pasa.

No sé cómo  no  me  di  cuenta.  Porque soy  idiota, supongo. Un perfecto idiota  y  un  ciego. No vi  que  ya  no  me  esperaba,  que  la  retrasaba  y  se iba antes de que  terminara de  besarla  según el  día  de  la  semana  para  no llegar tarde al  trabajo, que  ya  no  guardaba  la  ropa  por  colores después  de  cada colada,  que  ya  nada. Ciego,  muy  ciego, porque ni  siquiera  eché  en falta  el hoyuelo  en  de su sonrisa, sólo no  lo  vi  cuando  ya  no  estaba.  Me dijo  que  todo  esto había sido un error, que no debía  de  haberse  encariñado  conmigo, que no  podía  ser.  ¿Un error?  ¿Cómo  va a ser  un  error el que la  quiera,  el  que nos queramos?  ¿Cómo puede ella  llamarle  error a  lo nuestro si ella le  llama “mis  cosas”  a  mis  cosas?  ¿Cómo  puede  ser un  error  que no  me  tenga que lavar las  manos después de tocarla?  El amor no  es un  error, joder, y  me  mata  que  ella pueda apartarse  de  mí  y  yo  no.  Yo  no  puedo  seguir  adelante y  encontrar  alguien.  ¿Cómo  voy  a hacerlo si sólo  pienso  ella? A  cada  rato. Todo  el rato. Siempre.

Por  eso he  llamado, porque sé  que  ella escucha el  programa,  porque  siempre lo  oía en su  pequeño  transistor de fondo  mientras  yo  contaba  hasta seis  mil para  dormirme, porque sé que  aquí  la  gente  llama  para  pedir  ayuda  y  yo  la  necesito.  Necesito  ayuda  y  te  necesito  a  ti,  ¿me oyes?  No  quiero darte pena,  me  da  asco  dar pena,  sólo quiero  que sepas que  te  quiero, que  nunca he querido  a nadie, que ya  no se  me  ocurren  nuevas  cosas  que  hacer para  no  pensar  en ti  todo el rato  y  que sólo pienso  en quitarme  de  en  medio.  Pienso en  tu  ascensor, en  el  de tu casa, pienso en  subirme y  que  por fin  se caiga  y  acabe  con  esto,  pero pienso  mucho  más  en  ti, en que te  fuiste y  que  no  me  devolviste las llaves de  mi  casa,  en que podrías perderlas  y  que  entrara aquí cualquiera si  yo  no  he  echado  los seis  cierres  de  dentro, pero  pienso  más aún en que  igual  te arrepientes y  vuelves y  abres  la  puerta y  por eso  quiero decirte  que si estás  oyendo esto  lo hagas, por favor,  porque yo  sigo  pensando  que  lo harás  y  por eso dejo las luces encendidas  y  la puerta sin cerrojo.

© Jesús Ovidio  Gómez Montes

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