Archivo | enero, 2017

Palabras

4 Ene

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A PATRICIO LE GUSTAN MUCHO LAS PALABRAS. Le gustan casi todas, pero sobre todo las extraordinarias y largas, las muy muy raras y caprichosas. A Patricio le embelesa encontrarlas por casualidad en el diccionario, encontrarlas por serendipia; esa es una que aprendió hace poco tiempo y que ya es de sus favoritas. Le gusta, por ejemplo, melifluo que es un sonido excesivamente dulce, suave o delicado; así dice que es la voz de su madre. O iridiscencia que es el reflejo de colores distintos en algunas superficies; sonidos y colores: un arcoíris. Le encanta ir a la biblioteca y pasarse la tarde abriendo páginas al azar, buscando nuevos tesoros. Encontrar flores inmarcesibles, reconocer el olor a petricor de después de la lluvia, mantenerse sereno en su ataraxia. Le arrebatan resiliencia, nefelibata, acendrado, ósculo, mondo, superfluo, etéreo, inefable.

            Patricio descubrió su pasión por las palabras y por el diccionario, cuando buscó por primera vez su nombre. Siempre se habían metido con él por rarito y por tener nombre de niña. Patricio fue un día hasta la pe y se buscó: dicho de una persona que pertenece a la clase social alta; en la antigua roma, el que descendía de los primeros senadores y formaba parte de los privilegiados. Eso fue para él una revelación, un antes y un después, una epifanía. Así pudo contestar a sus amigos, defenderse, aprendió a insultarlos sin que ellos siquiera supieran que lo estaba haciendo, desde la a hasta la zeta: abrazafarolas, ejarramantas, ventoleras y zote.

            A Patricio le gusta ir a casa de sus abuelos. Patricio quiere a Manolo, su abuelo, por su bonohomía, bonita palabra, pero quiere más a su abuela María, ella es su favorita, por graciosa y pizpireta. Su abuela le cuenta muchas historias de sus antepasados, de la familia de ella que es muy especial, que es mágica. Historias en las que siempre salen palabras nuevas; palabras de pueblo que ya nadie usa, pero que normalmente sí que están en el diccionario.  Hoy le ha dicho que en la familia tenían un don mágico, que ella era curandera, casi bruja, y que su padre, el tatarabuelo de Patricio, era zahorí: dícese de aquella persona a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos. Eso decía el diccionario, decía que Patricio y su familia tenían un don. Él era el heredero, el poseedor de una dádiva, de un presente, de un regalo. De una gracia especial o la habilidad para hacer algo. Y lo que era aún mejor, un bien natural o sobrenatural. Por esto es por lo que le gustaban a Patricio tanto las palabras, por esto amaba la biblioteca y el diccionario, porque de buenas a primeras te conviertes en alguien sobrenatural, alguien divino, y sólo conociendo su herencia y su significado. Patricio sería el hechicero, el mago, el adivino; el mayor embaucador del reino, el encantador de serpientes, un nigromante. Será un aojador, un jorguín y, por fin, dejará de ser el rarito, el empollón con nombre de chica. Él, un patricio, el zahorí poderoso con batón, con báculo mágico. Hechizos y serpientes, ya le hormiguean los dedos, las manos. Algo ha cambiado, ya siente que se hará respetar para siempre y es, entonces, cuando dejando el diccionario en la balda de la biblioteca, sonríe altivo y se dirige a la calle dispuesto a embrujarlos a todos.

©Jesús Ovidio Gomez Montes

Después

3 Ene

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Antes, Elena y Laura fueron una. Las dos siendo sólo una, sólo una sola; luego ya no. Luego solas las dos. Porque antes todo era ilusión: estrenar los juguetes; abrir los paquetes y que eso, abrirlos, bastase, que fuera suficiente: que fuera lo único importante. Porque se trababa de ser eso: una pareja. Una. Ser dos, siendo sólo una.

     Antes había más amor y menos cariño, más alegría y menos miedo. Porque los principios siempre son así, bonitos. Luego ya no, luego algo se rompe, así, sin avisar, y todo cambia, luego ya sólo quedan los pedazos rotos del jarrón; sin pegamento.

         Ahora están sentadas en el mismo banco del mismo parque, donde todo estalló aquel día. Elena tiene la mirada puesta en un hombre que pasea a su perro, como si intentara evadirse de lo que dice Laura. Laura habla:

         —Esta vez no puede sucedernos lo mismo —dice.

         Elena deja de observar al hombre que pasea a su perro y, por primera vez le busca los ojos a Laura: el mismo banco, ahora ellas otra vez, ser dos y ser sólo una. Y, entonces, le responde:

         —Lo sé.

         Después habrá que olvidar, eso es lo difícil. Porque no valdrá con perdonar, no. Habrá que olvidar. No valdrá con pegar los pedazos rotos del jarrón, porque después de roto ya no es el mismo jarrón. Si se arregla, por más cariño y esfuerzo que se le ponga, se le ven las cicatrices. Después no valdrá vivir con heridas vendadas, habrá que tirar el jarrón y comprar uno nuevo. Uno bonito y limpio, y habrá que tener mucho cuidado de no volverlo a romper.

         Después tendrán que luchar y, un día, volver a este mismo parque y que Elena vuelva a tener la mirada perdida en cualquier perro o en cualquier sitio que no sea Laura. Y Laura se dará cuenta de que está hablando sola y de que es feliz, de que son felices. Le dirá entonces, por fin, a Elena que esta vez no les pasó lo mismo y ella responderá que sí que pudo ser.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

florescencia

2 Ene

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A mis amigas más florescentes

 

 

Lo bueno que tienen las flores es que se marchitan pronto. Porque están muertas. Como Lilly. Porque ella es bella como lo son las flores. Así; casi sin saberlo. Lilly es esa explosión de una estrella chocando contra otra, es esa supernova y también su agujero negro. Porque ella es la fuerza que te atrapará para no dejarte escapar. Y es que, cuando Lilly ha pasado por tu vida, tú ya no vas a ser el mismo; eres otro. Porque nada es igual, porque nada te importa ya. Sólo las flores y las supernovas y el destello en el cielo de un cometa. Lilly que te deja ciego y aun así tú la vas a seguir mirando, aunque te duela: una estrella polar y el sol en pleno eclipse, una radiografía y un deseo; que ella también te mire.

            Yo la amé y aún la amo. Cómo no amarla, cómo no mirarla, cómo no quererla. Es imposible, como ahora lo es que esté ahí: tan quieta, tan sin ser ella y sin poder dejar de serlo. La sala está llena de gente que no conozco, supongo que ellos tampoco me conocen a mí. Sí sabemos, sin embargo, algo los unos de los otros: Lilly y la primavera, con todas la flores del mundo en su cara, todas abriéndose a la vez, muriendo al mismo tiempo.

 Una vez Lilly me besó. Fue tan rápida en asaltarme. Un brinco de su torso por encima de la mesa del bar. Un abordaje de brazos flacos, tensos hasta el límite. Inquisitivos los labios. Ni una palabra, sólo su lengua viajando por el universo de mi boca. Yo me preguntaba si sería humana, esa hembra, esa estrella extraterrestre. Habíamos estado bebiendo y seguíamos bebiendo y el ruido de la gente, la música, la intensidad de Lilly, todo columpiándose en mi cabeza.

Esa noche estuvimos solos, ella y yo.

Luego no, ya nada, luego Lilly se va y, cuando aún se está yendo, sabes que la echarás de menos toda la vida. Ella era así antes de ser famosa, pero yo, entonces, ya sabía que era una estrella. Una estrella fugaz, una flor que se muere. Creo que ella siempre fue así, antes de ser incluso, como lo sigue siendo ahora que ya no es. Porque ayer me sonó el móvil, en la pantalla Lilly y toda la primavera explotando de golpe en pleno invierno. Entonces, una pregunta al otro lado: Perdona, tengo tu número apuntado en su agenda, ¿quién eres? Y yo sin saber qué decir más que Tú no eres Lilly, Tú no eres la primavera, Tú no eres  la flor, la belleza fungible que ahora se marchita al otro lado del cristal.

 

© Jesús Ovidio Gómez Montes

Si te portas bien

1 Ene

Segundo premio en el XIII Certamen de Relato Breve «¿Dónde está la Navidad?».no-santa-claus

Nicolás, que en realidad no se llama Nicolás, dice que siempre le han gustado los niños. Tampoco se llama Santa, tampoco Papá Noel; eso es así. Nicolás dice que los nombres son sólo parte del personaje, son una careta, porque él ha descubierto que es un gran actor. Oye su nombre que no es su nombre y se gira eficazmente, atendiendo los gritos y las llamadas. Él pone su mejor cara y les dedica esa sonrisita tantas veces ensayada frente al espejo. Nicolás, con su Feliz Navidad jou jou jou que borda. Nicolás que es el mejor de todos los santas, un verdadero profesional.

Nicolás, que no se llama Nicolás ni Santa ni Papá Noel, ama su trabajo. Ama las caritas de los niños, dice, ama su ilusión y su bendita inocencia. Nicolás se quita, ahora, el gorro y el chaquetón rojo que le dieron al llegar al centro comercial. Porque le dan calor y le pican. A saber quién se los habrá puesto antes que él, porque oler a nuevo, no huelen, dice. La barba no le ha hecho falta, él tiene la suya: una gran barba blanca, natural, decolorada con agua oxigenada. Un punto a su favor, nada de esas falsificaciones de los chinos que también pican y que igual valen para un melchor que para un personaje de El señor de los anillos. La suya, la de Nicolás, es una barba de verdad, como lo son sus ganas de niños. Todo lo demás es mentira, máscaras y teatro.

Nicolás, que no se llama como dice que se llama ni es quien dice ser, ha pasado todo un año esperando este momento. Un año es mucho tiempo, tanto, pero ha merecido la pena el trabajo. Parecerse a Nicolás, a Santa, a Papá Noel; los niños y niñas subidos en sus rodillas, saltando, riendo y llorando. Él enjugándoles las lágrimas, susurrándoles que no se preocupen, que si se han portado bien les traerá esta noche muchos juguetes. Todos los que quieran. Porque él sabe, dice, quién es bueno y quién es malo. Los malos se reconocen entre ellos, siempre. Ahora, el parque lleno de niños jugando, niños que esperan a que llegue un tipo gordo como él, viejo como él, de barba blanca como la suya, y con unas gafas doradas y sin graduación como las que él tiene. Los padres están distraídos mirando el móvil, contestando mensajes que podían esperar. Nicolás, que no se llama Nicolás, se acerca despacio, mira alrededor eligiendo y dice: Niño, si te portas bien y no dices nada, te llevo a ver mi trineo, donde tengo tus regalos, pero sólo si te portas bien.

© Jesús Ovidio Gómez Montes