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Si te portas bien

1 Ene

Segundo premio en el XIII Certamen de Relato Breve «¿Dónde está la Navidad?».no-santa-claus

Nicolás, que en realidad no se llama Nicolás, dice que siempre le han gustado los niños. Tampoco se llama Santa, tampoco Papá Noel; eso es así. Nicolás dice que los nombres son sólo parte del personaje, son una careta, porque él ha descubierto que es un gran actor. Oye su nombre que no es su nombre y se gira eficazmente, atendiendo los gritos y las llamadas. Él pone su mejor cara y les dedica esa sonrisita tantas veces ensayada frente al espejo. Nicolás, con su Feliz Navidad jou jou jou que borda. Nicolás que es el mejor de todos los santas, un verdadero profesional.

Nicolás, que no se llama Nicolás ni Santa ni Papá Noel, ama su trabajo. Ama las caritas de los niños, dice, ama su ilusión y su bendita inocencia. Nicolás se quita, ahora, el gorro y el chaquetón rojo que le dieron al llegar al centro comercial. Porque le dan calor y le pican. A saber quién se los habrá puesto antes que él, porque oler a nuevo, no huelen, dice. La barba no le ha hecho falta, él tiene la suya: una gran barba blanca, natural, decolorada con agua oxigenada. Un punto a su favor, nada de esas falsificaciones de los chinos que también pican y que igual valen para un melchor que para un personaje de El señor de los anillos. La suya, la de Nicolás, es una barba de verdad, como lo son sus ganas de niños. Todo lo demás es mentira, máscaras y teatro.

Nicolás, que no se llama como dice que se llama ni es quien dice ser, ha pasado todo un año esperando este momento. Un año es mucho tiempo, tanto, pero ha merecido la pena el trabajo. Parecerse a Nicolás, a Santa, a Papá Noel; los niños y niñas subidos en sus rodillas, saltando, riendo y llorando. Él enjugándoles las lágrimas, susurrándoles que no se preocupen, que si se han portado bien les traerá esta noche muchos juguetes. Todos los que quieran. Porque él sabe, dice, quién es bueno y quién es malo. Los malos se reconocen entre ellos, siempre. Ahora, el parque lleno de niños jugando, niños que esperan a que llegue un tipo gordo como él, viejo como él, de barba blanca como la suya, y con unas gafas doradas y sin graduación como las que él tiene. Los padres están distraídos mirando el móvil, contestando mensajes que podían esperar. Nicolás, que no se llama Nicolás, se acerca despacio, mira alrededor eligiendo y dice: Niño, si te portas bien y no dices nada, te llevo a ver mi trineo, donde tengo tus regalos, pero sólo si te portas bien.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

Hablar por hablar

29 Oct

TOC

PERFECTO, ELLA ME DECÍA SIEMPRE QUE YO ERA PERFECTO.  Así, tan gracioso, tan  tierno  con  mis cosas.  Ella  decía: perfecto,  mis  cosas,  perfecto.  Sí,  ella  llamaba  “mis  cosas”  a  toda  esta puta  mierda  que  me  está jodiendo la vida, ella  les decía “mis cosas”. Pero  yo  no  soy  perfecto, qué coño lo  voy  a  ser, un  perfecto gilipollas en  todo  caso, una  perfecta  mierda, si no ella no se hubiera  ido,  ¿no?  Con otro, seguro que  con otro,  ella y  su  encantadora  media sonrisa.  Sí, adiós; para siempre.  Gracioso  era su  hoyuelo  y  no  yo.  Allí,  en  su  mejilla, junto a  sus  labios,  tan  rosas, tan blanditos.  Ese hoyuelo,  allí,  cuando  me  sonreía y  me  perdonaba  la vida; o  cuando  me condenaba a  cadena  perpetua,  a  cámara  de  gas, a  la  horca. Ese  hoyuelo  mi  guarida,  mi madriguera  y  mi  jaula. Sí,  porque  yo  siempre  tengo que hacer alguna de  mis cosas:  siempre; porque  yo  si  no  me  vuelvo  loco,  me  vienen a la  cabeza cosas  raras,  cosas feas,  y  me  duele.  Así lo  paro, stop,  lo controlo:  lo  necesito. Son  rutinas, de esta  forma tan  aséptica  y  mentirosa las llaman  los  médicos, y  los  psiquiatras  y  hasta  la  Wikipedia,  pero ella  les  dice  “mis cosas”,  porque es  mucho  más  bonito,  más  tierno, claro  que sí,  y  ella  me  sonreía siempre y  esperaba  tranquila a que yo  acabara de  hacerlas, sin  meterme  prisa, y  ya  todo bien, hasta dentro  de un rato.  Rutinas. Sí,  son  “mis  cosas”,  joder,  sí  y  ella  es  ella  y  su  sonrisa y  su hoyuelo esperándome, porque  ya no puedo pensar  en  otra  cosa. Ya  no,  joder.

La  primera vez que la vi todo  en  mi  cabeza  se  tranquilizó:  todos los tics, todas imágenes desaparecieron.  Por primera vez  en  toda  mi  puta  vida  estaba  en  paz, sin  pensar en  nada  más  que en ella, sólo  mirándola, observando  cómo  se  movía,  cómo  se  pedía una  copa y  cómo  movía  los labios  mientras hablaba  con  una  amiga.  Las dos solas, se  reían,  tanto,  ella  más, ella  mejor. Yo no podía  mirar a  otro sitio y  yo  también  estaba  con un que, desde hacía cinco  minutos,  era invisible,  llevaba  cinco minutos sin  hablarle,  él llevaba trecientos  segundos hablando  con una pared, y  me  dijo qué te pasa. Estoy  viendo a la  madre de  mis hijos, le dije yo, porque sí,  porque se reía  tanto  y  yo  era feliz  mirándola,  por  primera vez, desde hacía algo  más de cinco  minutos o  ya  seis.  Sí,  seis. Me  levanté  y  me  presenté, dije una  gilipollez,  no  me  acuerdo qué,  y  se  rieron, ella más, ella mejor.  La  invité  a  salir  seis  veces  en  treinta  segundos,  ella dijo sí  a  la  tercera, pero daba  igual porque  el  seis  era un  buen  número,  un  número  de  buena  suerte,  y  tenía que  seguir pidiéndoselo.  En la primera  cita, pasé  más  tiempo  ordenando las verduras  por colores y lamentándome  por  no haber pedido  sopa  que  comiendo o  hablando  con  ella. Las sopas están mezcladas, son caos,  no se  pueden ordenar. Pero  a ella  eso  le gustó,  se reía y  le salía el  hoyuelo, allí  bajo  su mejilla,  junto a sus labios  rosados  y  blandos.  Eres tan  tierno,  me  decía. Ella  adoraba mis seis  besos  de despedida si  era  lunes o  los dieciocho  si  era  miércoles, es  la tabla  del  seis. Menos  mal que  el fin  de semana  normalmente  estábamos siempre juntos  y  no  hay  que despedirse,  treinta y  seis besos o cuarenta  y  dos son  demasiados.

Nos mudamos pronto  a vivir a  mi  casa  porque en  la  suya  no podía  ser,  era  imposible. En la sexta cita, tenía  que ser la sexta, seis,  me  invitó a subir  y  tomar la  última  copa  allí. En lugar de  acostarnos, casi me  tiene que llevar al  hospital  porque era un décimo  octavo  piso y  yo no puedo  montar en un  ascensor,  me  está  prohibido. No  entiendo cómo  la  gente se sube en  esa caja siempre a  punto de  descolgarse y  matar a  todo  el  mundo, una  caja sin aire  dentro  ni  para uno sólo.  Pero  en  mi  casa todo iba bien, allí  sí.  Ella  me  decía que  se  sentía  la mujer  más  segura del  mundo porque  cerraba  seis  veces los  seis  candados de  la  puerta,  que  así nadie nos podría robar nunca.  Y  cuando  encendía  y  apagaba las luces una  y  otra  vez cada  noche,  ella  me  esperaba en la  cama  con su  hoyuelo y  me  decía que  conmigo  era  tan  feliz que se  imaginaba  que  cada click  eran  amaneceres  y  puestas de  sol, de  segundos, un  día  y  después  otro, sólo de  segundos que  es le duraban a  ella  los días  conmigo, porque decía  que  cuando todo  es perfecto  tiene que ser así,  porque el tiempo  pasa  volando  cuando eres feliz.  No  como  ahora  que el tiempo  no pasa, se detuvo cuando ella  se fue por la puerta, aunque todos los relojes tengan bien  la pila, porque yo  siempre  tengo varias de repuesto,  pero  ya  da  igual,  las manecillas se  mueven pero es  el tiempo  el que no pasa.

No sé cómo  no  me  di  cuenta.  Porque soy  idiota, supongo. Un perfecto idiota  y  un  ciego. No vi  que  ya  no  me  esperaba,  que  la  retrasaba  y  se iba antes de que  terminara de  besarla  según el  día  de  la  semana  para  no llegar tarde al  trabajo, que  ya  no  guardaba  la  ropa  por  colores después  de  cada colada,  que  ya  nada. Ciego,  muy  ciego, porque ni  siquiera  eché  en falta  el hoyuelo  en  de su sonrisa, sólo no  lo  vi  cuando  ya  no  estaba.  Me dijo  que  todo  esto había sido un error, que no debía  de  haberse  encariñado  conmigo, que no  podía  ser.  ¿Un error?  ¿Cómo  va a ser  un  error el que la  quiera,  el  que nos queramos?  ¿Cómo puede ella  llamarle  error a  lo nuestro si ella le  llama “mis  cosas”  a  mis  cosas?  ¿Cómo  puede  ser un  error  que no  me  tenga que lavar las  manos después de tocarla?  El amor no  es un  error, joder, y  me  mata  que  ella pueda apartarse  de  mí  y  yo  no.  Yo  no  puedo  seguir  adelante y  encontrar  alguien.  ¿Cómo  voy  a hacerlo si sólo  pienso  ella? A  cada  rato. Todo  el rato. Siempre.

Por  eso he  llamado, porque sé  que  ella escucha el  programa,  porque  siempre lo  oía en su  pequeño  transistor de fondo  mientras  yo  contaba  hasta seis  mil para  dormirme, porque sé que  aquí  la  gente  llama  para  pedir  ayuda  y  yo  la  necesito.  Necesito  ayuda  y  te  necesito  a  ti,  ¿me oyes?  No  quiero darte pena,  me  da  asco  dar pena,  sólo quiero  que sepas que  te  quiero, que  nunca he querido  a nadie, que ya  no se  me  ocurren  nuevas  cosas  que  hacer para  no  pensar  en ti  todo el rato  y  que sólo pienso  en quitarme  de  en  medio.  Pienso en  tu  ascensor, en  el  de tu casa, pienso en  subirme y  que  por fin  se caiga  y  acabe  con  esto,  pero pienso  mucho  más  en  ti, en que te  fuiste y  que  no  me  devolviste las llaves de  mi  casa,  en que podrías perderlas  y  que  entrara aquí cualquiera si  yo  no  he  echado  los seis  cierres  de  dentro, pero  pienso  más aún en que  igual  te arrepientes y  vuelves y  abres  la  puerta y  por eso  quiero decirte  que si estás  oyendo esto  lo hagas, por favor,  porque yo  sigo  pensando  que  lo harás  y  por eso dejo las luces encendidas  y  la puerta sin cerrojo.

© Jesús Ovidio  Gómez Montes

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Ira

25 Jun

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UNO, DOS. Tienes que calmarte, Nerea, porque este señor es bueno y es tu amigo. Él no ha llenado el puñetero carro hasta los topes por gusto. Mírale, pobre, si es un pringao: tan calvo, tan feo, tan idiota. Tres. No, así no. Contrólate. Este señor es como es, igual que tú eres como eres y te ha pasado todo lo que te ha pasado. ¿Y ese bigote? Cuatro. Nerea, identifica de dónde te viene el enfado y cuando lo tienes dices: stop. Pensando en alto. Señor de bigote que se espera para venir a mi línea a los últimos putos cinco minutos de mi turno, antes de que cierre la maldita caja, y que trae un carro hasta los topes y que no ayuda en nada y sube las cosas lo más despacio que puede a la cinta para joderme y que es feo como un demonio y respira y que hace ese ruido y… STOP. Cinco. Dilo hasta que consigas acallar al resto de voces de tu cabeza. STOP. STOP. STOP. Nada, coño. Seis. Un bigote en dos colores, como desteñido, con cosas. Y besará con él a la idiota que le aguante y se haya casado con él, le habrá mandado a hacer la compra para no verle la cara. Siete. Joder, si tiene vida propia, mira cómo se mueve cuando respira. ¡Qué puto asco! Ocho. Tranquila, Nerea. Sientes los síntomas físicos. Identifícalos: el calor en las mejillas, cómo se te hincha el pecho y cómo echas los hombros hacia atrás para intimidar, sientes cómo se te eriza la piel y cómo sólo piensas en ese boli y cómo, si se lo clavases en la garganta, dejaría de respirar y así dejaría de mover el puto bigote. Nueve. Cuentas hasta diez y te calmas y respiras y piensas en lo imbécil que serías si tiras todo el trabajo a la basura por cualquier tontería, por diez minutos que salgas tarde hoy, por un bigote, y perder el trabajo y volver allí dentro y otra vez sin mamá, sola, sin nadie, y te calmas antes de llegar a… Diez.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

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Derechos

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Procrastinación

17 Jun

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UN TÍTULO, UNA AMBICIÓN, UN FRACASO. Una palabra con cinco sílabas. Cinco. Ni una más ni una menos. Total, para qué más. Una palabra funciona siempre bien, porque las palabras son irrefutables en sí mismas, son sólo palabras. Con un único significado, o con muchos metidos dentro de uno solo. Una palabra, un título, construido por fonemas y morfemas contundentes, por sonidos oclusivos y fricativos, como en una letal secuencia de cinco golpes encadenados directos al KO que es la tilde. Una palabra y una idea y las ganas de hacerlo todo, de una, a la vez. Y delante toda la nada, enterita para ti, la inmensidad del vacío del todo por hacer.
Un café, éste sin leche, negro y largo, para estar más despierto, más vivo, más genio. Bien de azúcar que es alimento del cerebro, y de lo demás también. La procrastinación sabe a amargo desengaño endulzado. Aprieto el botón del intro y siento el pulso del cursor, del primer párrafo aún por comenzar, del principio sin final y del final sin principio. Pienso en todo lo que me he documentado, en los más de diez estudios psicológicos que tengo sobre esta enfermedad del voy, del luego lo hago, del espera un poco y de todos los que se acaban desesperados de esperar, porque quieren hacer y no hacen nada y no saben por qué no lo hacen. Como yo, que no hago nada, que huyo del folio en blanco y leo, de nuevo, la etimología: del latín pro, adelante y cratininus, referente al mañana. Me pregunto si aún he de buscar más o si podría encontrar a alguien que haya escrito esto mismo y al que se le haya acabado también el café y que haya cogido una botella de agua que en realidad es de plástico, como hago yo ahora, y se haya levantado al baño a llenarla, porque el agua del baño es agua igual que la de la cocina, y ya de paso se siente un rato en la taza mirando el móvil. Mirando al mañana. Mirando al vacío. Mirando a la nada.
El cursor sigue parpadeando bajo el título, encima de un abismo blanco, brillante y, sin embargo, oscuro. Negro. Como el color de las letras en la pantalla, unas letras quemadas, unas letras que con sangre entran y que no salen, no quieren, y son Times New Roman, al 12, a espacio y medio, y justificadas. Ahora necesito un poco concentración, que ya va siendo hora de ponerse, de empezar, aunque ya sea bien de noche y ya no sean horas tampoco. La primera frase es siempre la más importante, tanto o más que la última, tanto como el título, como esa palabra y sus cinco sílabas. Silencio, necesito silencio. Cierro la ventana para callar el ruido que hace la madrugada. Pero así es peor, mejor la música de fondo. Spotify: una de mis listas: Música para escribir: reproducción aleatoria. Libertad y que la cosa fluya. Como las ideas. Y como las palabras que están ahí flotando y que hay que pillarlas al vuelo, pero sólo la buena, la única que vale, que la musa te pille trabajando. Los anuncios también son aleatorios. Tras la publicidad suena una canción y yo mismo me hago un anuncio: no has escrito una puta mierda, aún. Podría dejarlo y seguir mañana, porque para qué. Podría levantarme pronto mañana y pillar a la musa descansada, con ganas de echar uno mañanero, con besos en la boca sin que importen las bocas pastosas. Pero mañana no me voy a levantar, eso sí lo sé, porque lo digo siempre y no lo hago nunca y porque lo sé desde siempre, desde niño: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, aunque hoy ya sea mañana.
Me aburro y me da sueño de repente, pienso en irme a la cama o en buscar algún video guarro donde sí haya por fin alguna musa, pero no, porque me daría más sueño y de eso voy sobrado. Pongo la radio, el Hablar por Hablar, alguien llama con una voz parecida a la que yo escucho cuando me grabo, una voz que parece de otro pero que podría ser la mía. El tipo dice que está escribiendo un cuento, que lo está intentando, que ha pensado en todo y aún no ha escrito una palabra, que no sabe qué más hacer para no ponerse, que ha pensado en limpiar el polvo, en masturbarse, en hacerse otro café, en ir al baño por enésima vez y releer allí el Facebook, en el móvil, en doblar ropa, en documentarse más, en verse un par de capítulos de una serie, en empezar a escribir de una vez, algo más que un título que está bien, un título de una sola palabra y un único significado, o muchos metidos dentro de uno solo, porque una palabra funciona siempre bien, porque las palabras son irrefutables en sí mismas y porque le gustan sus cinco sílabas, cinco golpes encadenados directos al KO que es la tilde que lo cierra. Un cuento sin escribir, una idea, un título de una sola palabra, una ambición, un fracaso.

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© Jesús Ovidio Gómez Montes

Moho

29 May
Foto: Jason Rogers en Flickr

Foto: Jason Rogers en Flickr

TENGO HAMBRE, UNA NEVERA VACÍA Y UN WASAP QUE ME QUEMA EN EL BOLSILLO. Hablamos esta noche?? En tu noche, en la de allí…  Es importante. La luz de la nevera tiembla y se apaga. Debería arreglar el interruptor; lleva años así, vacilando: ahora me enciendo, ahora no me enciendo. Cuando entramos al piso, ya fallaba y siempre he dicho que un día lo arreglaría, ella no se lo creyó nunca, lo peor es que tenía razón y ese día está aún por llegar. Tiro de la palanca sobre la que se apoya la puerta al cerrarse y la fuerzo un poco para obligarla a que ilumine una escena que, de antemano, sé que será triste y fría. La luz duda, insisto otra vez, al fin se enciende a regañadientes, temblorosa, como diciéndome Qué quieres que ilumine si no hay nada que iluminar: un bote de kétchup, una tarrina de Tulipán y un paquete de pan Bimbo. También hay una barra de chóped de pavo, de las que ella compraba siempre y que a mí no me gustan nada. Nunca he entendido por qué la gente come cosas que no saben, como esas tortitas de trigo inflado que son como si te comieses el poliexpán de las cajas. Hace casi cuatro meses que ella se fue y aún no tiene ni una mota de moho. Alucino con los conservantes de hoy en día, no recuerdo la última vez que vi florecer una rebanada de pan de molde, ni que miré con miedo la fecha de caducidad de un yogur. No recuerdo, tampoco, cuándo supe que esto iba a pasar, que era inevitable, sólo sé que tengo hambre y que no hay nada más en la nevera.

Decido que la barra de pavo incorrupto de Santa Teresa será mi cena. La saco del envoltorio y le doy un agua bajo el grifo, para quitarle esa película pseudomocosa que había bajo el film transparente en que ella lo dejó envuelto. Me pregunto con qué me envolvió a mí, puede que también me estén saliendo cosas raras. Esto oler no huele mal. Raspo un poco por si acaso y lo hago lonchas. Meto el pan Bimbo en el tostador y vuelvo a la nevera a por el kétchup. La hijaputa se enciende a la primera, riéndose de mí. Mientras espero a que salte el tostador cojo el móvil a ver si me ha escrito. Negativo. Lo último que sale es: Ok, nena. Estaré en casa dejo el Skype encendido. Llama cuando quieras. Besos. Lo escribí yo esta mañana, cuando apagué el despertador y vi que me había escrito desde su noche, desde mi madrugada. El wasap dice que hace diez minutos se ha conectado por última vez. Si aquí son las diez y veinte de la noche, en Atlanta deben ser… Sí, las cuatro y veinte. Sale del curro en una hora, y en hora y media, como mucho, llegará a casa y me llamará. Cada vez me cansa más esto de llamarnos por las noches y hablarnos como si fueras primos hermanos, mirándonos deformados tras una pantalla, evitando los silencios incómodos sin decirnos nada: ¿Qué tal tú día? Bien. ¿Qué has hecho hoy? Nada. ¿Qué vas a cenar? No sé, cualquier cosa. ¿Me quieres? Sí. ¿Me echas de menos?

El sándwich estaba casi bueno, con kétchup creo que me podría comer casi cualquier cosa, ella tendría que echarle a las ensaladas de pavo y brotes. Mañana es viernes, si no hay marrones saldré pronto e iré a por nuevos alimentos transgénicos capaces de aguantar meses al fresco y a oscuras. Aunque creo que me voy a cuidar más, voy a cocinar y voy a ser mejor, porque estoy hecho un desastre y esto no puede seguir así.

No llama. Ya es tarde. Ya es mañana aquí y de noche allí. Me duele la tripa y ella no se conecta. Pienso en el moho, en la capa pseudomocosa, pienso en Hablamos esta noche?? En tu noche, en la de allí… J Es importante. Pienso en que había algo muy malo en el chóped y en ese mensaje, y que por eso me duele la tripa. Pienso, otra vez, en el moho, en conservantes E-300, en las esporas y en las toxinas. Pienso en lo idiota que sería morirse así, envenenado por un moho que no se ve pero que está ahí, porque era importante y aún no ha llamado y ya es tarde. Tengo chóped, tengo kétchup, tengo una nevera vacía y tengo un wasap que me quema en el bolsillo.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

1505294193739.Moho

El regalo

20 Mar

ojos gato negro

CADA NOCHE, DESDE ENTONCES: una, dos, tres, cuatro, doce. Es el reloj que rompe silencio oscuro y, después, un maullido y unas garras arañando el edredón de mi cama. Luego el calor templado de su aliento ácido en mi mejilla y un nuevo maullido y el tacto áspero de su lengua bajando hasta mi garganta. Ya allí un escalofrío, me lame y olisquea un poco antes de clavar sus colmillos en mi cuello, como si estuviera eligiendo el sitio perfecto para hacerlo o como si sabiéndolo se recreara en el trámite, en el hecho de buscar la trayectoria de mis venas, el camino de mi sangre antes de brotar por esos cuatro agujeritos y de ser lamida, despacio. Una leche roja que él disfruta y que me abandona y me posee a la vez. Ya soy más suya y menos mía.

Cada noche, desde entonces: doce campanadas y yo más lejos. Hoy salimos por la ventana saltando por los tejados y ya no miramos atrás. Ellos no lo sabían, pero el día de mi octavo cumpleaños mis padres me regalaron un vampiro.

©Jesús Ovidio Gómez Montes

1503203564021.El regalo

Mal agüero

13 Mar

Nicoletta Ceccoli - Ilustradora

YO NO ESTOY LOCA.

Vivo encerrada en este horrible psiquiátrico vuestro, pero no estoy loca. Y escribo sólo porque me obligáis, no porque crea que pueda servir para algo o porque vaya a salir antes haciéndolo. Yo estoy condenada, estoy muerta. Nada tiene ya sentido sin mi niño. Sin mi principito.

No me gusta enfrentarme a los recuerdos. No quiero volver a verte, no puedo, y arrullarte otra vez, mi pequeño, en mis brazos y volver a escuchar tus ruiditos, ahora tan sordos, sonreírle a tu preciosa carita que ya no está, que ya no va a estar nunca. Porque me lo quitaron. Me obligáis a escribir estas líneas y lo hago porque no quiero tener más problemas, porque me da igual la terapia y porque necesito que me deis la medicación. Quiero que las pastillas me duerman y me atonten; quiero estar en paz. Y esto no me gusta: no me gusta volver allí, no me gusta recordar cómo pasó, no me gusta imaginar que podría haber sido distinto; no me gusta contarle a nadie que ya lo sabía todo.

Hay veces que sé que algo malo va a pasar.

Y casi siempre pasa.

Aquella mañana que todo lo cambió, me levanté con un dolor en los ovarios y en el brazo derecho: un dolor intermitente, punzante, caliente: inequívoco. Ojalá no lo hubiera sentido, ojalá pudiera evitar culparme por no haberlo impedido. Siempre he pensado que es mejor ser más ignorante; más feliz.

Sé que no me creéis, nadie lo hace, y no os culpo. Yo antes tampoco creía en el don. A mí me divertía pensar que mi abuela jugaba a ser una bruja, una bruja buena y guapa, sin verruga ni escoba, pero bruja. Pasaba con ella los veranos enteros en el pueblo, junto con mis primos y mis hermanos, y era raro el día que no viniese algún vecino a que ella le impusiera las manos y le sacase de dentro aquel mal o aquel dolor.

Mi abuela también usaba sus poderes con nosotros. Recuerdo una vez que mi prima Claudia, que dormía conmigo en la misma habitación, se dejó aposta la ventana abierta toda la noche porque se nos había escapado nuestro gato Félix, decía que así podría volver y entrar a dormir con nosotras. Nos quedamos frías y amanecimos las dos con anginas y unas décimas de fiebre, y sin gato. Entonces la abuela vino y, después de cerrar la ventana, nos tumbó juntas en la cama y nos pidió que rezásemos padresnuestros y avesmarías hasta que ella nos dijera. Empezamos a rezar, mientras ella nos ponía una mano a cada una sobre la garganta y movía sus dedos dándonos un masaje, y comenzó a decir cosas raras en bajito, como si susurrase en otro idioma. Al rato empezó a tirarse eructitos y a nosotras nos entró la risa. La abuela nos regañó y nos dijo que nos calláramos y siguió frotándonos las gargantas y eructando. Noté cómo se me calentaban las anginas y cómo me dejaban de doler.

Muchos años después, cuando ella ya nos faltaba y yo ya sabía que había heredado parte del don, fui con mi marido, que entonces era mi novio, al cine a ver La milla verde. Una película con Tom Hanks y un negro muy grande al que acusaban injustamente de haber asesinado a unas niñas y al que habían condenado a pena de muerte. El negro tenía los mismos poderes que mi abuela. Él se tiraba eructitos y le salía el mal por la boca, pero también se le quedaba un poco dentro a él, como le pasaba a mi abuela. Me puse a llorar y no podía parar, y mi marido, que no me entendía, como nunca entendió nada, me preguntaba que por qué lloraba y yo le decía que porque mi abuela se había muerto por nuestra culpa.

Todos querían mucho a mi abuela. Venían hasta de los pueblos próximos a verla con regalos, porque ella nunca cogía dinero. Le pedían que los curase o que les dijera si ésta o aquélla decisión iba a ser buena o no, o si iba a agarrar ese cultivo o si el nuevo novio de su hija llevaba buenas intenciones. A mí no pudo avisarme, no le conoció. Entonces la abuela cogía su péndulo y lo apoyaba sobre sus manos. Lo levantaba poco a poco y el péndulo se movía hacia la izquierda o a la derecha, como en círculos, y eso era un sí o un no y provocaba que la gente llorase o que la abrazase agradecida.

Yo también quería mucho a mi abuela y la admiraba. Ella decía que esto era de familia, aunque ni mi padre ni ninguno de mis tíos lo tuviera. Todos probábamos a preguntarle al péndulo y deseábamos que se nos moviera. Pero no se nos movía a ninguno y ella nos decía que teníamos que creer, que es el don el que elige sobre quién se posa, que nunca se sabe de qué manera va a salir porque su padre encontraba agua con un palo, pero que ella, en cambio, no, ella curaba y movía el péndulo. Yo había perdido la esperanza de ser bruja, hasta que un día amanecí con un dolor, como el de aquella mañana trágica, pero en el pecho, y me desperté con muchas ganas de llorar. Nos llamaron al colegio para decirnos que nuestros padres vendrían a buscarnos para ir al pueblo porque nuestra abuela estaba muy malita. Y lo supe: el dolor del pecho y las ganas de llorar eran por ella. Se lo conté a mi padre, pero él no me hizo caso y mientras íbamos de camino me dejó de doler. Yo ya lo sabía. Cuando llegamos mi abuela se había ido, se había muerto por darnos un poco de su vida a los demás. A mí me había dejado su don.

No quise escuchar ni a mi tripa ni a mi brazo aquella mañana del día que todo lo iba a cambiar. Cuando sonó el despertador, yo estaba despierta, en realidad no había podido dormir en toda la noche. Me duché, desayuné y preparé a mi pequeño para llevarlo a la guardería, que estaba muy cerca de mi trabajo. Él entraba más tarde que yo y seguía durmiendo, en el sofá: ya nunca dormíamos juntos. No le desperté y salí por la puerta pensando que me iba a bajar la regla y que la mano me dolía por su culpa, porque era donde llevaba la alianza y porque ya no nos queríamos. Nada. Pero la regla no me bajó en toda la mañana y, después de comer, el dolor seguía ahí y entonces también lo supe.

Abandoné el trabajo corriendo, sin avisar a mi jefe, sin decirle nada a nadie. No había tiempo. La guardería estaba justo debajo, pero podía ser ya tarde. Llegué y desde el ventanal no lo vi, mi bebé no estaba jugando como siempre en las colchonetas con los demás niños. ¿Dónde está mi pequeño?, ¿dónde? ¿Cómo que ha venido mi marido a buscarlo? Eso no puede ser, soy yo la que viene a recogerlo siempre, ya lo sabéis. Claro que es su padre, pero es a mí a la que le duelen los ovarios y es por mi hijo, vosotras no lo entendéis. ¿Cuánto hace de eso? ¿Una hora?

Una hora era mucho tiempo, demasiado, y más si aún tenía que ir hasta casa. Ojalá estén allí, pensé, y que no haya pasado nada. El camino de vuelta se me hizo eterno. No podía dejar de pensar en mi niño, en lo que podía estarle sucediendo y en que todavía me dolían las entrañas. Dejé el coche en el parquin y subí por las escaleras por no esperar al ascensor. Pensé que ojalá me estuviera equivocando y que no fuera un mal agüero y que estuvieran ahí y él hubiera ido a recogerle sólo porque no tenía más trabajo y se había tomado la tarde libre.

Abrí la puerta y allí estaban, los dos, como si nada. Él sentado en el sofá viendo tranquilamente la televisión y el niño, absorto también en la pantalla, tratando de mantenerse de pie en el parque. La tripa me seguía doliendo, pero no parecía haber nada de qué preocuparse más allá del susto que el imbécil de mi marido me había dado al no avisarme de que iría recoger a nuestro hijo. Se lo dije y discutimos: estás tonto, me has dado un susto de muerte, pensaba que le había pasado algo al crío, me duele la tripa y pensaba que era por él, sí ya estoy con mis augurios, qué pasa que también eso te molesta, me tienes harta, ¿sabes?, un día no te voy a aguantar más y te voy a dejar, mira mejor me doy un baño y trato de relajarme un poco o vamos a acabar muy mal.

Así lo hice, pero no pude relajarme, era imposible. Entré en el servicio y cerré la puerta echando el pestillo. Me desnudé y me miré en el espejo, tenía la cara desencajada y me vi muy delgada, los nervios me estaban carcomiendo; no podíamos seguir así, el niño lo iba a notar. Reparé otra vez en el espejo y en mi tripa, en que aún me seguía rabiando, apoyé suavemente en ella mi mano, la mano que también me dolía. Esta vez estás equivocada, pensé, esta vez no va a ser un mal presagio. Puse música con el móvil, llené la bañera de agua y me sumergí. Pero nada. No podía dejar de pensar. No sé cuánto tiempo estuve intentando ahogar mis temores, pero debió de ser mucho porque recuerdo que se me arrugaron los dedos y que al mirármelos fue cuando lo vi: el dedo corazón me sangraba un poco por un uñero en el que no había caído hasta ese momento. El dolor que sentía en el brazo tenía que venir de ahí. Salí de la bañera, la vacié y me puse el albornoz y una toalla en la cabeza. Cogí unas tijeritas que tengo para estas cosas e intenté arreglarme la uña. Me dolía mucho. El tirador de la puerta bajó y subió varias veces, era él, pero estaba echado el cierre. Luego vinieron los golpes a la puerta y mi miedo, los gritos diciendo mi nombre, que me odiaba y que ahí me quedaba porque él se iba con el niño y que ahí me quedaba encerrada. Sola. Oí sus pasos alejándose, quité el seguro y abrí aterrada la puerta: se estaba marchando. Vi como avanzaba por el pasillo con mi pequeño buscándome con sus ojitos por encima de su hombro, y sentí de nuevo mi vientre y una punzada en la mano derecha, donde tenía las tijeritas, y no lo pensé y salí corriendo tras él, detrás de mi niño que nadie me podía quitar. Lo alcancé y lo intenté sujetar por el brazo, pero él era mucho más fuerte que yo, y no paró, y siguió andando hacia la puerta arrastrándome. Pero no le dejé seguir. Me dolían las entrañas, me dolía mi pequeño y me dolía la mano, una mano en la que aún llevaba unas tijeras de manicura que le clavé en el cuello. Sin pensarlo. Después su grito, la sangre saliéndole a chorros, mi pánico y su desvanecimiento, y mi niño cubierto con la sangre viscosa y caliente de su padre. Y entonces la nada. Porque ahora, sin mi pequeño, ya nada me importa. Y escribo esto sólo porque me obligáis. Y porque sólo estoy esperando un último mal agüero.

©Jesús Ovidio Gómez Montes

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Terapia de pareja

15 Feb

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©Jesús Ovidio Gómez Montes

 

 

 

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Corpóreo

15 Feb

corporeo

CERRAD LOS OJOS Y RESPIRAD LENTAMENTE. Así muy despacio. Bien, notad todo lo demás, lo que no sois vosotros mismos. ¿Oís el ruido que entra por la ventana? Sentidlo ajeno, externo, extracorpóreo. Relajaos porque aquí dentro no pasa nada. Aún. Tranquilos porque ya no sois nada.

            Escuchad y distinguid el ruido de los coches, y las conversaciones perdidas, y las risas de los niños que juegan fuera. Envolvedlo en el silencio y dejad que fluya la paz en vosotros.

¿Lo notáis? ¿Sentís cómo hace efecto y vuestro corazón va bajando el ritmo? Muy poco a poco. Ahora intentad mover una pierna. ¿Qué pasa? ¿No podéis? Perfecto, ya soy míos y ya no hay vuelta atrás; ya no.

Pensad que vuestro cuerpo ya no es vuestro, es mío. Imaginad a vuestro corazón moviendo otra sangre, la de otro; a vuestros pulmones respirando otro aire; y a vuestros ojos viendo la vida de un extraño. Eso es.

¡Ah, una última cosa antes del definitivo sueño! Ahora que vuestro cerebro todavía es vuestro y aún lo podéis entender: nunca os fiéis, nunca, de alguien como yo. Niños, eso es lo que tenéis que hacer, saber largaos a tiempo. Pero ya es tarde.

©Jesús Ovidio Gómez Montes

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Hiel y canela (v2.0)

8 Feb

Hiel y canela

 

ES RUTINARIO, HACE TODOS LOS DÍAS LO MISMO. Lo necesita. Hacer lo de siempre le permite evitar riesgos y tentaciones sin que nadie se alarme demasiado. Tiene un buen trabajo y una familia que le quiere. Él no desea preocupar ni a su mujer ni a su hija, no se lo merecen. Por eso se esconde siempre al hacerlo y no deja que le vean; así las protege. De lunes a viernes, cada día es lo mismo: visitas comerciales por las mañanas y, por las tardes, a la oficina, a gestionar el correo y organizar las citas de los días siguientes. Todo en orden. Está muy bien considerado, pareciera ser ese tipo de personas felices que no tienen problemas ni motivos para quejarse.

Ocho menos cinco de la mañana. Suena el despertador, lo apaga con cuidado para que ella no se despierte. Como cada noche, ella le abraza y se duerme. Y eso le gusta. Por la mañana, la besa en la frente y en la nariz, y la observa mientras duerme. Soldada a él. Después los cinco minutos de modorra se pasan y, antes de la de la alarma vuelva, la desconecta. Aparta con delicadeza su brazo y sale de la cama para ducharse. Se desnuda y se mira en el espejo. Se ve bien, aunque nunca es suficiente. Es una persona muy exigente y no puede bajar la guardia porque no quiere volver a ser el que fue: gordo. Su nuevo reflejo le seduce y le hipnotiza. Se ducha, y ya con el albornoz encima enciende el fuego y mientras se hace el café termina de vestirse y de arreglarse. Suena el pitido y huele a madrugada. Café con sacarina y dos zanahorias para matar el hambre de camino a la reunión; son sólo agua y cafeína y un poco de fibra. Eso se puede permitir.

Se despide de su hija y de su mujer. Aún es pronto, pero él siempre llega con mucho tiempo a la zona donde tiene la cita. Necesita cumplir con todos los pasos que su rutina le exige, no hay sitio para contratiempos de tráfico ni meteorológicos ni de nada. Además, si el cliente es nuevo y la zona no la conoce; tiene que espiar los restaurantes y sus baños. Se tomará un descafeinado con sacarina y luego una Coca-cola Light, y así hasta encontrar un restaurante con un baño limpio. Saber que va poder comer y que después va a tener un baño decente  es fundamental para él; sabe que va a acabar allí.

La mayoría de los negocios se cierran comiendo. Eso es así en este santo país, y por eso la empresa le da una tarjeta. Le gustan los negocios, los buenos negocios; la buena comida también le gusta. Tanto que cuando empieza a comer no puede contener el ansia y, entonces, traga sin medida, sin fin. Alguna vez le ha pasado en casa, de noche: se levanta, arrasa con lo que haya en la nevera y cuando se siente lleno de endorfinas, va al baño cargado de su culpa.

Hoy las cosas han ido bien: cliente antiguo, restaurante conocido y limpio, negocio apalabrado y un buen y calórico menú del que ya terminan con los postres. Pide la cuenta con la intención de despedirse, acordará cerrar los términos de la operación por correo y esperará a que salga por la puerta; entonces, entrará en el baño, hará una pequeña operación de higiene con el desinfectante que lleva en la cartera y se vaciará.

Ahora que el cliente se ha ido entra, por fin, en el servicio. Cierra la puerta y le suena el teléfono. No conoce el número, lo coge pensando en que lo va a apagar en cuanto cuelgue porque mientras esté en el baño no quiere interrupciones. Preguntan por él. Le dicen que han conseguido su número buscándolo en el  móvil de su mujer. Le piden que vaya al hospital lo más pronto que pueda porque ella y su niña han tenido un susto con el coche volviendo del colegio. Se sienta sobre la taza del váter aún sin desinfectar y llora.

La digestión sigue su ritmo, no se detiene con las lágrimas. Esta será la primera vez en dos años que no vomite una comida de trabajo. La primera de todas las demás.

Información sobre los derechos

 

 

https://www.safecreative.org/work/1502083207424

©Jesús Ovidio Gómez Montes