YO NO ESTOY LOCA.
Vivo encerrada en este horrible psiquiátrico vuestro, pero no estoy loca. Y escribo sólo porque me obligáis, no porque crea que pueda servir para algo o porque vaya a salir antes haciéndolo. Yo estoy condenada, estoy muerta. Nada tiene ya sentido sin mi niño. Sin mi principito.
No me gusta enfrentarme a los recuerdos. No quiero volver a verte, no puedo, y arrullarte otra vez, mi pequeño, en mis brazos y volver a escuchar tus ruiditos, ahora tan sordos, sonreírle a tu preciosa carita que ya no está, que ya no va a estar nunca. Porque me lo quitaron. Me obligáis a escribir estas líneas y lo hago porque no quiero tener más problemas, porque me da igual la terapia y porque necesito que me deis la medicación. Quiero que las pastillas me duerman y me atonten; quiero estar en paz. Y esto no me gusta: no me gusta volver allí, no me gusta recordar cómo pasó, no me gusta imaginar que podría haber sido distinto; no me gusta contarle a nadie que ya lo sabía todo.
Hay veces que sé que algo malo va a pasar.
Y casi siempre pasa.
Aquella mañana que todo lo cambió, me levanté con un dolor en los ovarios y en el brazo derecho: un dolor intermitente, punzante, caliente: inequívoco. Ojalá no lo hubiera sentido, ojalá pudiera evitar culparme por no haberlo impedido. Siempre he pensado que es mejor ser más ignorante; más feliz.
Sé que no me creéis, nadie lo hace, y no os culpo. Yo antes tampoco creía en el don. A mí me divertía pensar que mi abuela jugaba a ser una bruja, una bruja buena y guapa, sin verruga ni escoba, pero bruja. Pasaba con ella los veranos enteros en el pueblo, junto con mis primos y mis hermanos, y era raro el día que no viniese algún vecino a que ella le impusiera las manos y le sacase de dentro aquel mal o aquel dolor.
Mi abuela también usaba sus poderes con nosotros. Recuerdo una vez que mi prima Claudia, que dormía conmigo en la misma habitación, se dejó aposta la ventana abierta toda la noche porque se nos había escapado nuestro gato Félix, decía que así podría volver y entrar a dormir con nosotras. Nos quedamos frías y amanecimos las dos con anginas y unas décimas de fiebre, y sin gato. Entonces la abuela vino y, después de cerrar la ventana, nos tumbó juntas en la cama y nos pidió que rezásemos padresnuestros y avesmarías hasta que ella nos dijera. Empezamos a rezar, mientras ella nos ponía una mano a cada una sobre la garganta y movía sus dedos dándonos un masaje, y comenzó a decir cosas raras en bajito, como si susurrase en otro idioma. Al rato empezó a tirarse eructitos y a nosotras nos entró la risa. La abuela nos regañó y nos dijo que nos calláramos y siguió frotándonos las gargantas y eructando. Noté cómo se me calentaban las anginas y cómo me dejaban de doler.
Muchos años después, cuando ella ya nos faltaba y yo ya sabía que había heredado parte del don, fui con mi marido, que entonces era mi novio, al cine a ver La milla verde. Una película con Tom Hanks y un negro muy grande al que acusaban injustamente de haber asesinado a unas niñas y al que habían condenado a pena de muerte. El negro tenía los mismos poderes que mi abuela. Él se tiraba eructitos y le salía el mal por la boca, pero también se le quedaba un poco dentro a él, como le pasaba a mi abuela. Me puse a llorar y no podía parar, y mi marido, que no me entendía, como nunca entendió nada, me preguntaba que por qué lloraba y yo le decía que porque mi abuela se había muerto por nuestra culpa.
Todos querían mucho a mi abuela. Venían hasta de los pueblos próximos a verla con regalos, porque ella nunca cogía dinero. Le pedían que los curase o que les dijera si ésta o aquélla decisión iba a ser buena o no, o si iba a agarrar ese cultivo o si el nuevo novio de su hija llevaba buenas intenciones. A mí no pudo avisarme, no le conoció. Entonces la abuela cogía su péndulo y lo apoyaba sobre sus manos. Lo levantaba poco a poco y el péndulo se movía hacia la izquierda o a la derecha, como en círculos, y eso era un sí o un no y provocaba que la gente llorase o que la abrazase agradecida.
Yo también quería mucho a mi abuela y la admiraba. Ella decía que esto era de familia, aunque ni mi padre ni ninguno de mis tíos lo tuviera. Todos probábamos a preguntarle al péndulo y deseábamos que se nos moviera. Pero no se nos movía a ninguno y ella nos decía que teníamos que creer, que es el don el que elige sobre quién se posa, que nunca se sabe de qué manera va a salir porque su padre encontraba agua con un palo, pero que ella, en cambio, no, ella curaba y movía el péndulo. Yo había perdido la esperanza de ser bruja, hasta que un día amanecí con un dolor, como el de aquella mañana trágica, pero en el pecho, y me desperté con muchas ganas de llorar. Nos llamaron al colegio para decirnos que nuestros padres vendrían a buscarnos para ir al pueblo porque nuestra abuela estaba muy malita. Y lo supe: el dolor del pecho y las ganas de llorar eran por ella. Se lo conté a mi padre, pero él no me hizo caso y mientras íbamos de camino me dejó de doler. Yo ya lo sabía. Cuando llegamos mi abuela se había ido, se había muerto por darnos un poco de su vida a los demás. A mí me había dejado su don.
No quise escuchar ni a mi tripa ni a mi brazo aquella mañana del día que todo lo iba a cambiar. Cuando sonó el despertador, yo estaba despierta, en realidad no había podido dormir en toda la noche. Me duché, desayuné y preparé a mi pequeño para llevarlo a la guardería, que estaba muy cerca de mi trabajo. Él entraba más tarde que yo y seguía durmiendo, en el sofá: ya nunca dormíamos juntos. No le desperté y salí por la puerta pensando que me iba a bajar la regla y que la mano me dolía por su culpa, porque era donde llevaba la alianza y porque ya no nos queríamos. Nada. Pero la regla no me bajó en toda la mañana y, después de comer, el dolor seguía ahí y entonces también lo supe.
Abandoné el trabajo corriendo, sin avisar a mi jefe, sin decirle nada a nadie. No había tiempo. La guardería estaba justo debajo, pero podía ser ya tarde. Llegué y desde el ventanal no lo vi, mi bebé no estaba jugando como siempre en las colchonetas con los demás niños. ¿Dónde está mi pequeño?, ¿dónde? ¿Cómo que ha venido mi marido a buscarlo? Eso no puede ser, soy yo la que viene a recogerlo siempre, ya lo sabéis. Claro que es su padre, pero es a mí a la que le duelen los ovarios y es por mi hijo, vosotras no lo entendéis. ¿Cuánto hace de eso? ¿Una hora?
Una hora era mucho tiempo, demasiado, y más si aún tenía que ir hasta casa. Ojalá estén allí, pensé, y que no haya pasado nada. El camino de vuelta se me hizo eterno. No podía dejar de pensar en mi niño, en lo que podía estarle sucediendo y en que todavía me dolían las entrañas. Dejé el coche en el parquin y subí por las escaleras por no esperar al ascensor. Pensé que ojalá me estuviera equivocando y que no fuera un mal agüero y que estuvieran ahí y él hubiera ido a recogerle sólo porque no tenía más trabajo y se había tomado la tarde libre.
Abrí la puerta y allí estaban, los dos, como si nada. Él sentado en el sofá viendo tranquilamente la televisión y el niño, absorto también en la pantalla, tratando de mantenerse de pie en el parque. La tripa me seguía doliendo, pero no parecía haber nada de qué preocuparse más allá del susto que el imbécil de mi marido me había dado al no avisarme de que iría recoger a nuestro hijo. Se lo dije y discutimos: estás tonto, me has dado un susto de muerte, pensaba que le había pasado algo al crío, me duele la tripa y pensaba que era por él, sí ya estoy con mis augurios, qué pasa que también eso te molesta, me tienes harta, ¿sabes?, un día no te voy a aguantar más y te voy a dejar, mira mejor me doy un baño y trato de relajarme un poco o vamos a acabar muy mal.
Así lo hice, pero no pude relajarme, era imposible. Entré en el servicio y cerré la puerta echando el pestillo. Me desnudé y me miré en el espejo, tenía la cara desencajada y me vi muy delgada, los nervios me estaban carcomiendo; no podíamos seguir así, el niño lo iba a notar. Reparé otra vez en el espejo y en mi tripa, en que aún me seguía rabiando, apoyé suavemente en ella mi mano, la mano que también me dolía. Esta vez estás equivocada, pensé, esta vez no va a ser un mal presagio. Puse música con el móvil, llené la bañera de agua y me sumergí. Pero nada. No podía dejar de pensar. No sé cuánto tiempo estuve intentando ahogar mis temores, pero debió de ser mucho porque recuerdo que se me arrugaron los dedos y que al mirármelos fue cuando lo vi: el dedo corazón me sangraba un poco por un uñero en el que no había caído hasta ese momento. El dolor que sentía en el brazo tenía que venir de ahí. Salí de la bañera, la vacié y me puse el albornoz y una toalla en la cabeza. Cogí unas tijeritas que tengo para estas cosas e intenté arreglarme la uña. Me dolía mucho. El tirador de la puerta bajó y subió varias veces, era él, pero estaba echado el cierre. Luego vinieron los golpes a la puerta y mi miedo, los gritos diciendo mi nombre, que me odiaba y que ahí me quedaba porque él se iba con el niño y que ahí me quedaba encerrada. Sola. Oí sus pasos alejándose, quité el seguro y abrí aterrada la puerta: se estaba marchando. Vi como avanzaba por el pasillo con mi pequeño buscándome con sus ojitos por encima de su hombro, y sentí de nuevo mi vientre y una punzada en la mano derecha, donde tenía las tijeritas, y no lo pensé y salí corriendo tras él, detrás de mi niño que nadie me podía quitar. Lo alcancé y lo intenté sujetar por el brazo, pero él era mucho más fuerte que yo, y no paró, y siguió andando hacia la puerta arrastrándome. Pero no le dejé seguir. Me dolían las entrañas, me dolía mi pequeño y me dolía la mano, una mano en la que aún llevaba unas tijeras de manicura que le clavé en el cuello. Sin pensarlo. Después su grito, la sangre saliéndole a chorros, mi pánico y su desvanecimiento, y mi niño cubierto con la sangre viscosa y caliente de su padre. Y entonces la nada. Porque ahora, sin mi pequeño, ya nada me importa. Y escribo esto sólo porque me obligáis. Y porque sólo estoy esperando un último mal agüero.
©Jesús Ovidio Gómez Montes
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