Archivo | enero, 2014

La fascinación de tu mirada

28 Ene

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Da igual.

Prueba otra vez.

Fracasa otra vez.

Fracasa mejor.

SAMUEL BECKETT

[… Querido hijo, yo siempre te quise, siempre quise tenerte y siempre quise ser una buena madre,… Ahora ya da igual. Ya todo da igual. Pero tú nunca lo sabrás.]

No, no me canso de mirarla. Han pasado varios años, pero yo sigo quedándome totalmente embobado los veinte minutos que tarda el tren en llegar desde mi parada a la suya. Yo me bajo dos estaciones después y, sin embargo, para mí ese tiempo es como si no existiera porque yo aún ando medio extasiado recordando el último cruce de miradas que nos dedicamos cuando ella se baja. Esa imagen es mi lugar de refugio para el resto del día; mi oasis particular. Allí no hay ni jefes, ni malos humores, ni prisas. Nada más que nosotros. Y ella lo sabe. Sabe que la miro y no le importa; creo que a ella también le gusta este juego cómplice de miradas y sonrisas.  Lo sabe y por eso al pasar junto a mí por el pasillo busca mis ojos y me hipnotiza con su mirada fascinante. Hay días en los que anda más distraída enredada en sus cosas y apenas se percata de que estoy durante todo el viaje; pero es llegar a su estación, empezar su ritual de recogida, y buscarme siempre en mi sitio para nuestro furtivo ritual. Hoy es uno de esos días distraídos. Bueno, la verdad es que últimamente todos lo son. Yo ya la había visto llorar muchas veces y hasta me hace un poco de gracia cómo lo hace. Se gira hacia al cristal entre estación y estación y aprovecha ese limbo para intentar ahogar el llanto en la oscuridad del túnel. Y lo hace bastante bien. Nadie suele percatarse; sólo yo, y me dan ganas siempre de ir a consolarla, de decirle que yo sí la voy a querer, que yo no voy a hacerle daño, pero al final nunca me atrevo. Es entonces cuando yo también me giro hacia el cristal y cuando intentando esconder en esa misma oscuridad mi cobardía veo su borroso reflejo. Fue así como hace unos meses me percaté de su tripa había crecido. Ella lo ocultaba, y me lo ocultaba también a mí, pero en un día de lágrimas descubrí su ondulada figura. Al principio pensé que era por la deformación del reflejo, sin embargo al levantar la vista para recolectar mi sonrisa del día descubrí que no sólo estaba curvada en el cristal. Ese día las lágrimas fueron sobre todo mías. Desde entonces lloramos los dos. Ya sólo quedan dos paradas para que ella se baje. Hoy me había propuesto no llorar, pero ya llevo un rato vuelto hacia el cristal. Acabo de sacar un pañuelo para recomponerme el gesto, porque apenas deben quedar unos metros para que el tren empiece a frenar. Hoy necesito más que nunca nuestra mirada, nuestro paraíso terrenal. Empiezan a sonar los frenos del tren y ella se levanta, no ha dejado de mirar el túnel en todo el camino y aún sigue llorando ahora. Empieza a andar hacia mí, como siempre, pero hoy no levanta la cabeza, no me busca y pasa de largo. Comienza a correr por el andén, algo le pasa. Yo me levanto también, pero el tren cierra las puertas. Instintivamente busco en su sitio, hay un sobre blanco, parece una carta, mañana se la podría dar y así tendría una excusa. Ella aún corre por el andén y cuando está llegando al final el tren comienza andar. Es como si la estuviera persiguiendo. Ella se para, mira hacia atrás, mira hacia el tren, o me mira a mí, y sin dejar de llorar sonríe y salta a la vía.

[Querida Juana; Ahora sé que te llamas así. Yo había soñado muchas veces con cómo me acercaba y cómo, tras darnos dos besos, hablábamos de todas nuestras miradas; aún pienso en ello. Hubiera estado tan bien. Pero no; fue en el hospital, cuando llegué derrumbado preguntando por ti, donde me enteré que tenías un nombre, Juana, para sustituir el de “chica de mirada fascinante”. Luego vino el tanatorio. Allí te lloré como sólo te he llorado a ti y allí, también, me enteré de quién era el padre; todo el mundo lo comentaba. Todos le culpaban a él de lo que había pasado, decían que al enterarse de que estabas embarazada te había rechazado y te había hecho la vida imposible.  No lo entiendo. No entiendo cómo no podía quererte. Yo lo hubiera hecho; pero no lo hice. Lo siento, dejé que la vergüenza nos separase como ahora lo hacía ese cristal; un espejo sin azogue que cruelmente unía mi reflejo enllantado con tu mirada marchita. Allí te prometí que Juanito tendría un buen padre y que no te olvidaría. Sí, él te sobrevivió. Yo sé que tú no querías matarlo y que por eso resististe viva hasta que se hizo el milagro.  Es tan guapo; se parece a ti. Tras muchas dificultades y tras saltarme ilegalmente un par de obstáculos, conseguí su adopción y aquí estamos los dos en el cementerio diez años después, echándote mucho de menos y dejándote esta carta junto a aquella que olvidaras en el tren. Reposará aquí contigo en una preciosa cajita bajo tu foto, la que siempre besamos cuando venimos a verte y en la que tú siempre nos regalas tu eterna y fascinante mirada.]

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El viejo defensor

25 Ene

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Horacio Álvarez, Superratón, tenía el presentimiento de que estaba jugando el último partido de su espléndida carrera. Durante el calentamiento, había tenido todo el rato el pensamiento habitando en su rodilla izquierda. Tenía sensaciones extrañas: ¡Vamos, aguanta bonita, aguanta! ¡Sólo un día más! No me falles… Y es que esta semana había sido muy dura para Horacio y para la defensa de su querido Millonarios. Con Chemita sancionado, seis partidos le habían caído por tatuarle los tacos al delantero de Racing en el muslo, y con El Loco Mendoza fuera de juego con un esguince de tobillo grado tres, Superratón Álvarez era hoy más imprescindible que nunca. Como en los viejos tiempos, cuando hacía pareja con El Muro Gallardo y eran el terror de las delanteras del campeonato. Se repartían el trabajo en perfecto dividendo: El Muro al choque y al salto con el ariete, y Álvarez al corte y al fallo. Maquinaria defensiva perfectamente afinada para la guerra.

El apodo de Superratón se lo pusieron porque, a pesar de su pequeña estatura, tenía la fuerza y el coraje de un atlante. Pero lo que de verdad hacía a Horacio de dibujos animados era su velocidad. Era mucho más que rápido, un mercancías sin frenos que si te arrollaba no te dejaba un hueso entero. Nadie le ganaba un balón dividido en carrera. ¿Y ahora? Ahora estaba gordo. Se cuidaba mucho, comía poco y no cometía los excesos de antaño. Sin embargo la línea de su figura era cada vez menos superratoniana y un poco más roedora. Ya no estaba fuerte, estaba gordo. Y era más torpe, eso él lo notaba en todo. En los estiramientos, su cuerpo de junco se había transformado en un leño. Ya no era flexible. Él, que siempre había llegado sin problemas a tocarse la punta de los pies, se quedaba a casi una cuarta. Lo disimulaba, miraba para otro lado y pasaba rápidamente al siguiente ejercicio. ¡Qué malo esto de hacerse viejo! Vaya putada. La vida te enseña la parte buena de las cosas durante la plenitud,  y de repente empieza a quitártelas poco a poco. Sin misericordia. Y cada vez más y más rápido. Y de repente llegas siempre tarde y en lugar de pillar el balón pillas carne y haces penalti y te expulsan y a la semana siguiente no juegas y cuando vuelves el chaval nuevo lo hizo bien y te sientan en el banco y empiezas a forzar en los entrenos para ponérselo difícil al míster y un día clavas la pierna en un giro y la rodilla sigue por otro camino y te rompes y te operan y te pasas siete meses en el hoyo y ya nunca nada vuelve a ser lo mismo. Pero hoy te vuelven a necesitar. El viejo defensor sale ahora  de la ratonera para llevar al equipo a la final.

Horacio afloja el ritmo del calentamiento porque ha roto a sudar y empieza a sentir el cansancio. Tiene que guardarse un poco, si no llegará al partido cansado. ¿Qué tal ves tu rodilla, las sensaciones?, le pregunta el entrenador. Bien, le dice y le sonríe, pero no le mira. Si le mirase,  va a notar que le está mintiendo. La rodilla está bien, sí. Eso dicen los médicos, pero ya no es lo mismo. No sabe cómo explicarlo. Funcionar, funciona; pero no es lo mismo. Falta algo. No es fuerza, estabilidad tal vez. ¿Sensaciones? Estoy bien, míster. Al vestuario.

Cambio de camiseta. El número cuatro, el número que también llevara su padre, y el brazalete de capitán. La saga de los Álvarez, una leyenda en el club. Ahora al sorteo de campos. Juegan en casa y gana el sorteo. Empiezan atacando la grada norte, como siempre. Va bien la cosa. Hay que ganarles en todo. Éstos del Racing vienen subiditos y van a enterarse de quién es Horacio Superratón Álvarez. El delantero con el que se empareja es un chavalito muy bueno. En unas pocas zancadas, pone a prueba la malograda rodilla izquierda con dos desmarques seguidos a la espalda del capitán. En el primero Horacio corrige bien y consigue sacarla yendo al suelo, como a él le gusta. ¡Ahí voy chaval, un respeto! En el siguiente, en cambio, el delantero se escapa y se saca un tirazo que explota en el palo. Ha faltado poco. ¡Vamos, Horacio, ni una más! El partido se enfanga en el medio y Superratón coge un poco de aire. Este gatito va a saber quién es aquí el jefe. Pasa el tiempo. Un par de ocasiones más, fuegos de artificio y a la caseta.

En el vestuario cogen aire y escuchan las indicaciones del entrenador. De momento todo va como debe y Horacio ahora sí siente que la articulación va bien. Hay defensa para rato. Horacio se levanta y pega una voz. ¡Hoy es el día y vais a llegar a la fina!, les grita improvisando un discurso. Hoy van ganar, van a llevar al Millo a la final. Y comienza la segunda parte y no puede empezar peor. Otro balón al hueco y ahora el delantero de Racing no perdona; gol. Cuando se va perdiendo el tiempo pasa mucho más rápido. El reloj y la vida se aceleran. Tú con ganas de vivir más y de empatar y de ganar el partido, y el tiempo y la vida que se acaban. Último minuto y córner. Es ahora o nunca y suben todos, portero incluido. Balón al aire. Horacio hace un cambio de dirección y el que le está marcando se traga el amago. ¡Vamos Horacio! ¡Vamos Superratón! Horacio salta, conecta un cabezazo precioso, cae, pisa el pie de alguien, rodilla que se dobla, portero que no llega, crujido, dolor, ruido, el balón que entra, es gol, ¡es gol!, todos se acercan, se le tiran encima, no se puede levantar, se lo llevan en camilla; Horacio Superratón Álvarez, el héroe del partido, le pide al camillero que encienda el transistor: tanda de penaltis, último lanzamiento, si lo marcan ganan, y Horacio grita de todo menos de dolor, goooooool, puño en alto, rodilla inmovilizada; su última victoria y una ambulancia camino del hospital.

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Un despertar de madrugada

22 Ene

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Despiertas y, sin saber bien por qué, sientes que nada está en su sitio. Aún es de noche y, sin embargo, por la ventana entra mucha luz, demasiada. El destello naranja farola de una ciudad loca que se niega a descansar, pinta en la pared figuras extrañas. Un teatro chinesco al que te sumas levantando el brazo y saludando a tu sombra. Lo raro es que jurarías haber cerrado la persiana antes de acostarte, es lo que haces siempre. ¿No hace mucho calor? Apartas el nórdico descubriendo tu cuerpo desnudo, porque eres un tío de costumbres y te gusta dormir así: libre, aunque sólo sea en la cama. Estás sudando. Mierda, has debido de olvidarte de apagar la calefacción y eso hace que te enfades un poco, a ti nunca te pasan estas cosas y no está la vida para lujos. Si fuera por Marta, la tendríais toda la noche encendida. Aún te preguntas cómo dos personas con bioclimas tan distintos pueden sobrevivir en el mismo hábitat; será el amor —sí, la quieres— el que permite la vida en un ecosistema perfecto para el cultivo de papayas, o mejor de chirimoyas, que al menos sabes cómo son y que te gustan. Ella duerme profundamente y contenta, supones, ahora que es dueña de todo el nórdico. Tiene una pose graciosa: aovillada con la almohada y chupándose el dedo como una niña. Eso te choca, nunca antes se lo habías visto hacer y eso que a veces, cuando te enredas con un libro y al cerrarlo ella ya se ha dormido, te pasas un buen rato mirándola, como en esa exposición en la que pusieron a Beckham sesteando dentro de un cuadro. Definitivamente ya no tienes sueño. ¿Cuántas horas habrás dormido: cuatro, cinco? En cambio, te sientes extraordinariamente descansado. Decides ir al baño y te pones en pié. Las pantuflas, ¡vaya, por fin algo que está donde debe! Y ahora, de golpe, frío. Esto no hay quien lo entienda: la cama era un horno y al erguirte la temperatura cae súbitamente y se hace el invierno que tocaba. También el olor es raro; huele a herrumbre, a óxido. Te estás empezando a mosquear y con la alerta apenas orinas unas gotas. Tiras de la cadena y el agua no sale teñida de azul como a Marta le gusta, es roja y espesa como sangre a medio coagular, agua ferropénica. Es a esto a lo que olía. Te sobresaltas y abres el grifo para echarte agua en la cara y despertarte bien y te bañas en más sangre porque del grifo también está manando. Esto ya no es que sea raro y empiezas a asustarte. Entonces piensas en buscar otro grifo y corres hacia la cocina y de allí el agua sale tan, o más, sanguinolenta que la del baño. Ya no es miedo, ahora estás acojonado. Decides despertar a Marta y de vuelta a la habitación algo te llama la atención en el salón: un vestido de novia, blanco impoluto y con una gran cola, cuelga de la lámpara de hélices que gira a toda velocidad. De pronto, del motor, surge un  ruido: pi-pi-pi-pi… Apagas corriendo el despertador. Marta sigue dormida a tu lado. Es sábado y te has olvidado de quitar la alarma. Son las seis de la mañana. Seguramente no os levantaréis hasta las nueve o las diez, tiempo suficiente para pensar en cómo le vas a decir que lo de casaros no es buena idea.

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El forajido con hábito

14 Ene

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BASADO EN HECHOS REALES.

Había algo extraño en ese cura que inquietaba a Ivanna, aunque no sabía el qué. Quizá fuera su mirada. Sus ojos aparecían ahora exagerados y abombados por la pantalla del videoportero, pero en realidad eran más bien pequeños. Lo sabía porque no había podido librarse de ellos desde que entrase por la puerta del bar El Perfil para desayunar su acostumbrada tostada con tomate y su café manchado, caliente y en vaso de caña, sentada en la barra. Al principio lo observó curiosa. Tenía los ojos muy claros, demasiado luminosos como para que encajaran con el resto de su cara, que era oscuramente vulgar, bruta incluso y, sobre todo, nada piadosa. Era una mirada demasiado lasciva para alguien que llevaba sotana y alzacuellos. Ivanna había comprobado varias veces el botón de su escote no fuera esto  lo que le estuviera desconcertando. Ella nunca había sido demasiado religiosa,  aquí en Madrid sólo iba a misa si la señora le pedía que la acompañase, pero recordaba que todos los curas que habían pasado por la parroquia de su pueblo en El Ecuador tenían mirada de bueno, de esa que te despierta admiración, y hace que todo el mundo comente que don Tal o don Pascual es un santo varón.

Nada que ver con la de este sacerdote que llamaba a la puerta compulsivamente, como si el botón del timbre hubiera pecado y él le estuviera aplicando la penitencia con el dedo a empellones.   Ivanna dudó, pero al final se decidió a contestar. Paco, el portero, no abría a nadie que no conociese y le hacía comunicar con los vecinos o con su servicio a través de lo que él llamaba “el Impostor Electrónico”. Sí… ¿Quién llama? Funcionario de prisiones, quería hablar con doña… Rosalía Iglesias. ¿Es posible? Prisiones… ¿cárcel? La imagen del señor irrumpió en su cabeza. Una lástima lo que había pasado con él, con lo bueno que era con ella. Ivanna fue a dar aviso a su señora, que desayunaba en el comedor junto a su hijo. Dilculpe, señora. Abajo, en el portal, hay un cura preguntando por usted. Dice que trabaja en la cárcel donde han metido al señor… Su cara cambió al oír la palabra cárcel de la boca de su empleada, miró a su hijo y se levantó como un resorte a ver al tal cura por la pantalla. Entonces, hizo llamar al empleado de seguridad. Éste, al ver que era un sacerdote, se relajó, hizo un gesto de todos tranquilos y volvió al despacho en el que se entretenía leyendo El Marca mientras la señora no decidiera salir a la peluquería, única cita programada para la mañana. Ivanna y su jefa Rosalía esperaron tras la mirilla a que se abriera el ascensor y de él saliera el inquietante señor de negro y de mirada turbadora. Por la rejilla Ivanna vio cómo las puertas automáticas se abrían y cómo llamaba al timbre con una mano mientras llevaba la otra bajo la sotana. Quitaron el seguro de la cerradura y, tras abrir la hoja, el cura descubrió la mano que tenía escondida y con ella sacó también una pistola al grito de: “Arriba las manos, esto es un atraco y quiero los pendrives y los CD’s de la contabilidad B”.

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Viajes de ida y vuelta

11 Ene

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El destino suele ser el final de un viaje, pero no siempre es así; hay veces que llegando comienzas a partir. Ignacio había comprado un billete sólo de ida para el tren Madrid-Logroño, donde sus padres vivían,  como quien ejecuta su propia condena. Llevaba más de un año rindiéndose, asumiendo el abandono de su sueño, mutilando al personaje que sus deseos habían modelado. Ignacio desertaba al fin, nunca sería escritor, y volver a casa de sus padres para contárselo iba a ser su penoso armisticio. Resulta curioso cómo pueden entrar dos años de esperanzas en un pequeño macuto de hacer deporte. Tras el último rechazo editorial, Ignacio había vuelto resignado a su piso compartido en la calle Mesón de Paredes y metió en el petate todo cuanto le pertenecía de su habitación, de su casa, de su vida. Había algo de ropa, la radio-despertador, sus libros de Bukowski, el portátil,… Pocas cosas para lo que le pesaba a él. No se despidió de nadie. Dejó la llave sobre la mesa de la cocina junto a una nota que decía: HASTA NUNCA.

Ignacio llegó a Chamartín llorando, en contraste este frío día de invierno había salido jodidamente soleado. Maldita ciudad ingrata, ¿hasta en esto te ibas a reír de mí? Aquí te quedas con tu de Madrid al cielo, que yo me voy al infierno.  Si él hubiera pintado con palabras la escena, le habría puesto un día lluvioso y muy gris que acompañara las lágrimas del frustrado escritor maldito. No era así e Ignacio entraba en la estación sin el menor rastro de dramatismo. A media mañana y fuera de la hora punta en un día de entresemana, el hall de Chamartín era un sitio de lo más tranquilo. Los ajetreos navideños con su operación salida llegarían este viernes. Hoy, en cambio,  la gente esperaba apaciblemente, sin desesperar. Unos leían, otros hablaban por teléfono, aquel miraba el panel de salidas,… Él era el único elemento tragicómico de una escena anodina.

Casi no había cola para comprar el billete. De las tres taquillas que había, sólo una estaba en servicio. La señora que la atendía se aburría plácidamente imprimiendo trayectos y repitiendo las mismas informaciones una y otra vez. Un billete en el próximo tren a Logroño, por favor. ¿La vuelta para cuándo? Sin vuelta, sólo ida. ¿Preferente o turista? Lo más barato, gracias. Mira, sale uno en cinco minutos, si se da prisa igual lo coge.

­­—Otro para mí —gritó de repente una chica dos puestos más atrás. ¿Era ella? ¿Elena? ¿Su Elena? No podía ser verdad ¿El día que volvía a la ciudad de la que se había ido huyendo de ella? Ignacio estaba desconcertado. Intentó volver en sí y sacó de la chaqueta la cartera para pagar a la taquillera. Elena también se sorprendió al verlo, pero su sorpresa fue distinta; alegre. La cara de Ignacio estaba, por el contrario, más cerca del pánico, y ella lo notó.

­­— Nacho, ¿estás bien?

—    Ho… Hola… Elena —contestó a duras penas.

—    ¡Qué casualidad! Tome, ¿me cobra a mí también?

Cogieron los billetes y salieron corriendo hacia un tren perdido. Instintivamente se dieron la mano como lo hicieran diez años porque Elena no podía perder aquel avión que los separaría para siempre. Un Erasmus de por medio, una relación recién empezada, vidas nuevas para ambos, demasiadas cosas. Entonces sólo se conocían hacía de tres semanas y ya se estaban separando. Habían pasado toda la noche despidiéndose, besándose, riéndose. Ignacio le había contado que le gustaría ser escritor y, en aquel bar, habían jugado a escribir una historia a cuatro manos entre risas y cervezas. Había maldecido muchas veces aquel adiós prematuro. Llegaron justos al embarque y ni siquiera pudo despedirse bien, no pudo decirle que la esperaría, que era lo mejor que le había pasado nunca, que la quería.  Elena cambió mucho y muy rápido en Milán. Cuando Ignacio juntó suficiente dinero para ir a verla ya no era la misma y poco a poco se fueron distanciando. Elena nunca supo que se hizo escritor por ella. Nunca llegaría a saber que ella era la historia que le rechazaban todas las editoriales.

­­— ¡Qué ilusión Nacho!—Elena rompía el silencio que se había creado cuando, sin aliento, se sentaronán juntos.

—    Sí, ha pasado mucho tiempo —demasiado pensó para sí.

—    Tú te fuiste a estudiar a Madrid, ¿no?

—    Sí, acabé la carrera y me quedé allí a vivir­ —huyendo de ti, buscándote en todo los sitios—. ¿Y tú?

—    ¿En serio? Yo también vivo en Madrid. Llevo un mes, he encontrado trabajo. Bueno, en realidad, he empezado de becaria en una consultora, pero estoy muy contenta y ahora que sé que estás tú aquí, más.

El tren arrancó y el viaje se les hizo muy corto. Hablaron de muchas cosas, igual que hicieran  aquella noche de despedida que, Ignacio, tenía grabada a fuego en su memoria. El tiempo había pasado, pero ella era la misma, ellos eran los mismos e Ignacio la seguía queriendo.

—    Perdí tu número —dijo Elena sacando el móvil de su bolso—. Me lo robaron al poco del volver de Milán y le perdí la pista a todo el mundo.

—    No te preocupes, te lo doy otra vez.

—    ¡Qué bien Nacho, qué contenta estoy! ¿A qué te dedicas?

—    Soy escritor. Acabo de terminar mi primera novela y estoy a ver si encuentro quién me la publique.

—    ¡Guau! ¿Y cuál es el título? —preguntó inocente.

—    Elena. Su título es Elena.

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Desencadenada

8 Ene

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Ella lo mató. No le podía aguantar más. Su nombre, sus formas, su voz, su miembro,… Nada en él la pertenecía y sin embargo llevaba toda una vida esclavizada. Él le hacía tanto daño… Ella lo había intentado disimular bajo una ropa y un maquillaje exagerados, pero nunca fue suficiente. Sabía que se le notaba y eso la avergonzaba devastadoramente.  En los baños, en los vestuarios,… Siempre que había salido de su coraza notaba la inquisitiva mirada de los demás riéndose y comentando a sus espaldas; enloqueciendo sus oídos. Cada vez que, por descuido, se había encontrado con su reflejo desnudo había sentido ganas de vomitar. En su casa ya no quedaban espejos que se lo recordasen, había ido acabando con todos y cada uno de ellos crisis tras crisis y cicatriz tras cicatriz en sus nudillos. La vida se le había hecho cortante, tanto que la única y afilada solución que se le había pasado entonces por la cabeza era la de quitarse de en medio. Fue un pensamiento omnipresente. El día que tuvo el valor para tragarse un bote Clonazapán lo hubiera conseguido de no haberla encontrado inconsciente su madre flotando sobre un charco de vómito. Aquel fue el día clave. Cuando despertó decidió matarle para siempre. Dos duros años de trabajo y terapia después ahí estaba ella, agarrando el revólver de su vida y pidiendo al funcionario que eliminase del registro para siempre a su otro yo. Ahora ya por fin sólo sería ella; sólo ella.

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Un silencio ensordecedor

6 Ene

Un silencio ensordecedor

La única certeza que tienes siendo el cuarto de ocho hermanos es que vas a amar el ruido sobre todas las demás cosas que pueblan la Tierra.  Eso así; es una ley universal. El barullo se va colando en tu alma y se convierte en tu amigo. Por más que te esfuerces no serías capaz de recordar en qué momento dejaron de molestarte los llantos de tus hermanos pequeños o la tele del salón o la batidora para los purés o la música de los mayores o las broncas de todos contra todos o la radio con los partidos del abuelo. Ruido y más ruido. Más tarde los cascos fueron la compañía imprescindible para estudiar o trabajar. Necesitarás la tele encendida de fondo  para poder dormir. Un guirigay al son de toda una vida voceada. Y después… el silencio. Un día un transformador te revienta los tímpanos al explotar en la obra. Entonces la nada y te acabas viendo en la consulta del otorrino esperando tu turno poniéndole música a tanto silencio. Construyendo onomatopeyas mentales para cada rumor ausente. El tic-tac del reloj de la pared; el golpeteo de la puerta; el teléfono de la secretaria; las viejas que hablan. Y llega tu turno. Le das la mano al médico y sin entender nada de lo que te está explicando sólo aciertas a decir: Doctor recéteme unas pastillas de ruido que silencien mi conciencia.

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El duelo

2 Ene

pastillas para dormirCuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí[1].  La estridente melodía del móvil de Elizabeth acababa por extinguir los últimos despojos de un sueño impostado. Agarró el teléfono aún con los ojos cerrados y lo estrelló inmisericordemente contra la pared quedando éste mudo, como muda también había quedado su vida tras la muerte de Héctor. Qué injusto, qué injusto que se fuera él y no ella. Elizabeth abandonaba poco a poco el cálido y confortable sopor que le producían esas pastillas dando paso a una cruenta vigilia. Un monstruo que emergía desde el recuerdo como un carrusel de añoranzas en constante aceleración que acudía fiel a su cita con la tortura y que le servía su diaria ración de imágenes, de sonidos, de olores, de sabores, de recuerdos. Una sobreestimulación memorística que acababa con una desesperada carrera al baño y con la cabeza de Elizabeth sumergida en un váter lleno de vómitos, de dolor y de ira.

La casa se veía tan desordenada como su cabeza. Un caos de ropa tirada en el suelo, envoltorios de comida basura y ceniceros colmados. Una entropía creciente de lágrimas y penas ahogadas en los restos de todo lo que había encontrado en el mueble bar. Elizabeth se encontraba muy débil. El camino de vuelta a la cama se le hizo demasiado largo. ¿Hacía cuánto que no comía algo de verdad? La de la llamada seguro que era su madre preocupada por la dieta y por si dormía suficiente. No, mamá. Ni duermo, ni como. Sólo lloro, ¿vale? Sólo quiero llorar y morirme. ¿Podía uno morirse literalmente de hambre? ¿Se podía morir de tristeza? La verdad es que tenía hambre o por lo menos algo parecido a un agujero sí había en su estómago. También podían ser las pastillas. Julio, su hermano, le había dicho que como mucho tomase una después de cenar, antes de irse a la cama, y siempre teniendo algo en el estómago porque era una medicación fuerte. Anoche, ella se había tomado dos a palo seco y empujadas solamente por el final de la última lata de cerveza que le quedaba en la nevera. Vamos, todo lo contrario de la prescripción médica. Ella nunca había sido amiga de doctores ni de medicinas, pero Julio no era un médico cualquiera, ni siquiera un amigo, era su hermano y la cuidaba siempre: Eli, por favor, hazte unos análisis, Eli deja el tabaco, Eli haz el favor de ir a casa de mamá y comer como Dios manda,… La quería mucho y se le notaba preocupado, muy preocupado. Es triste ver cómo sufren todos por ti cuando tú no te importas una mierda. En el entierro de Héctor, cuando bajaba la caja al agujero y junto a ella descendía Elizabeth a sus infiernos, se había desmayado. Al volver en sí vio a Julio, la tenía en brazos y mandaba que todo el mundo hiciera hueco y que la dejasen respirar. Después le preguntó cuánto tiempo llevaba sin dormir y le dio un blíster de pastillas y una receta de su puño y letra para que comprase más cuando se le acabasen. Ese momento había llegado porque ya todo estaba vacío: la nevera, su corazón y las pastillas. Varios días durmiendo artificialmente había acabado con sus existencias. Las dos de ayer fueron las últimas, así que Elizabeth pensó que ya era hora de salir de su cueva para comprar algo de comida normal y los somníferos de Julio.

Abrió el armario y se puso lo primero que encontró: unos vaqueros y el top azul que tanto le gustaba a Héctor. A él le encantaba verla así, natural, con cualquier cosa. ¡Puf, cómo le echaba de menos! ¡Dios! Otra vez el maldito tiovivo… ¡Para! Tenía que conseguir las pastillas y dormirse otra vez. El sueño era lo mejor. No pensar en nada y morirse un poco viva. Bendita inconsciencia. Necesitaba esas pastillas ya.

Elizabeth cogió la receta de Julio y se fue para la calle en busca de la farmacia del barrio. Estaba cerca, a un par de manzanas. Debía de ser miércoles o jueves puesto que el entierro de Héctor había sido un domingo y no había casi nadie en la calle. Era invierno. Hacía frío. El top azul la dejaba demasiado a la intemperie y estaba helada. Por la luz que había, no sabía qué hora era ni llevaba reloj, debía de ser media mañana. Daba igual. Sólo había viejos desocupados y señoras haciendo la compra. Las marujas no dejaban de mirarla. El barrio no era más que un pueblo pequeño, todos se conocían y eran partícipes, quisieran o no, de las vidas de los demás. Serán metomentodo. ¿Os doy pena? Vuestra lástima me da asco. Dios, las pastillas. Elizabeth apretó el paso y, por fin, llegó a la farmacia que por suerte estaba vacía. Perfecto. Por favor, me podría dar una caja de benzodiacepinas. Aquí tiene la receta. El farmacéutico la cogió y le preguntó si le costaba dormir, si estaba triste. ¿Por qué le hacía esas preguntas? Tenía la receta. ¿A él qué le importaba? El chico le sonreía. Él no la miraba como los viejos de la calle o las marujas verduleras.  Tenía una cara tierna y parecía querer consolarla, pero Elizabeth no estaba para bromas, quería sus medicinas y las quería ya. Él notó que molestaba y entró en la trastienda sin decir nada más. Al rato salió con la caja de medicamentos. La escaneó. Le cortó la solapa. La pegó en la receta y metió la caja en una bolsa. Estaba histérica. ¡Dame mis pastillas! En ese momento, Elizabeth se dio cuenta de que no había cogido la cartera. Quería sus medicinas, pero no tenía dinero para pagarlas. Cayó desplomada sobre el mostrador y empezó a llorar. Ella sólo quería dormir y olvidarse de todo. Solamente quería olvidar, olvidar para poder seguir viviendo. El farmacéutico no le dijo nada. Tomó su mano y le colgó la bolsa con los medicamentos diciéndole que no había problema, que mañana le bajase el dinero. Elizabeth volvió a casa avergonzada y hundida. Estaba fatal. Se tomaría otro par y a dormir. Abrió la caja y vio que junto a las medicinas había unas golosinas y una nota con un dibujo de una cara sonriente que decía: duerme y descansa para poder vivir despierta.


[1] Monterroso, A. (1959). El dinosaurio. Obras completas (y otros cuentos). Honduras: Anagrama, S.A.

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