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Si te portas bien

1 Ene

Segundo premio en el XIII Certamen de Relato Breve «¿Dónde está la Navidad?».no-santa-claus

Nicolás, que en realidad no se llama Nicolás, dice que siempre le han gustado los niños. Tampoco se llama Santa, tampoco Papá Noel; eso es así. Nicolás dice que los nombres son sólo parte del personaje, son una careta, porque él ha descubierto que es un gran actor. Oye su nombre que no es su nombre y se gira eficazmente, atendiendo los gritos y las llamadas. Él pone su mejor cara y les dedica esa sonrisita tantas veces ensayada frente al espejo. Nicolás, con su Feliz Navidad jou jou jou que borda. Nicolás que es el mejor de todos los santas, un verdadero profesional.

Nicolás, que no se llama Nicolás ni Santa ni Papá Noel, ama su trabajo. Ama las caritas de los niños, dice, ama su ilusión y su bendita inocencia. Nicolás se quita, ahora, el gorro y el chaquetón rojo que le dieron al llegar al centro comercial. Porque le dan calor y le pican. A saber quién se los habrá puesto antes que él, porque oler a nuevo, no huelen, dice. La barba no le ha hecho falta, él tiene la suya: una gran barba blanca, natural, decolorada con agua oxigenada. Un punto a su favor, nada de esas falsificaciones de los chinos que también pican y que igual valen para un melchor que para un personaje de El señor de los anillos. La suya, la de Nicolás, es una barba de verdad, como lo son sus ganas de niños. Todo lo demás es mentira, máscaras y teatro.

Nicolás, que no se llama como dice que se llama ni es quien dice ser, ha pasado todo un año esperando este momento. Un año es mucho tiempo, tanto, pero ha merecido la pena el trabajo. Parecerse a Nicolás, a Santa, a Papá Noel; los niños y niñas subidos en sus rodillas, saltando, riendo y llorando. Él enjugándoles las lágrimas, susurrándoles que no se preocupen, que si se han portado bien les traerá esta noche muchos juguetes. Todos los que quieran. Porque él sabe, dice, quién es bueno y quién es malo. Los malos se reconocen entre ellos, siempre. Ahora, el parque lleno de niños jugando, niños que esperan a que llegue un tipo gordo como él, viejo como él, de barba blanca como la suya, y con unas gafas doradas y sin graduación como las que él tiene. Los padres están distraídos mirando el móvil, contestando mensajes que podían esperar. Nicolás, que no se llama Nicolás, se acerca despacio, mira alrededor eligiendo y dice: Niño, si te portas bien y no dices nada, te llevo a ver mi trineo, donde tengo tus regalos, pero sólo si te portas bien.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

Fade out

1 Mar

hombre

El veneno estaba siempre en la herida

y la herida permaneció siempre abierta.

Vladimir Nabokov, Lolita.

 

ME GUSTA IMAGINAR QUE FOLLAMOS MIENTRAS LOS DEMÁS NOS MIRAN.

Incluso hacer que lo hacemos, actuarlo, solamente, un juego. Es su cuerpo, su olor, su sabor. Es sólo un juego: luces, cámara, acción. Y siento cosas, tantas, pero es sólo un juego porque no va a dejar de serlo, nunca, no puedo; no podemos.

Los demás nos miran, nos iluminan, nos maquillan. Colocan la escena y crean la atmósfera. Todo listo y yo ansioso. No me importa la gente, me gusta que nos miren mientras nos comemos la boca.

Me hice actor para esto: ser otro. Lo malo es si sólo lo eres tú cuando actúas y fuera no puedes ser lo que sientes que eres, lo que deseas ser, tanto. Llega una oportunidad, la serie de más éxito de la temporada, de la década, y ese papel que nos cruza y nos enreda. Cada noche, mientras subrayo y me estudio el guión del día siguiente, el resto de la trama no me importa, me aburre y me distrae, sólo nos busco en cada línea, busco acotaciones de caricias y de besos, busco los silencios donde entro en su cama, y los memorizo y los sueño.

Silencio, se rueda: acción. Y su boca, su lengua húmeda que me perfora y me envenena. Somos actores del método, para que las cosas parezcan realistas hay que hacerlas, de verdad. Y las hacemos. Despacio y, luego, deprisa. Y yo me acelero y, de pronto, paramos. Hay que repetir, hace falta un contraplano. Disfruto de esta nueva forma de hacer ficción, tan de cine, series que se mojan y te mojan, series que se quedan. De nuevo su pecho y mi pecho, sus labios y su abrazo. Acción. Otra vez aquí, otra vez jugando.

Hoy me he empalmado, no he sabido evitarlo. La secuencia siempre sale mucho mejor si hay verdad. He tardado en verlo, en reconocerlo, casi la temporada entera que ya se acaba, y ahora lo sé, me gusta tanto y no puede ser; no podemos. El papel dice: Mario entra en escena, sorprende a Miguel por la espalda, le abraza y le acaricia el pecho mientras le susurra al oído, los dos se ríen, fundido a negro. Y cuando el plano se cierra, él se aparta. Me he empalmado y lo ha notado, porque mi polla se ha inflamado chocando con su culo, prieto y musculoso. Y no puede ser, porque yo tengo novia y fans y una carrera, y él mujer y una hija pequeña, pero me gusta tanto, me gusta jugar a que follamos mientras nos miran, y no he sabido evitarlo porque hay tanta verdad que se nota, pero él, hoy, se ha apartado.

©Jesús Ovidio Gómez Montes

Información sobre DERECHOS

https://www.safecreative.org/work/1502283347852

Ruido de velatorio

12 Oct

Ruido de velatorio

Estás muerto si ya no se te eriza la piel cuando te besan detrás de la oreja. O cuando sientes que has de llorar y quieres llorar, pero no te salen más lágrimas; ya no te quedan. Estás muerto si en la última media hora del trabajo no miras el reloj cada cinco minutos, si no apagas el ordenador metiéndole prisa para que se cierre porque alguien te está esperando abajo. Lo estás si no hay nadie que te espere. O peor, si tú ya no esperas a nadie. Estás muerto si ya nunca se te anuda el estómago, si no te quema la cartera mirando por encima al que no tiene, si el olor a café no te sabe a domingo; en casa. Estás muerto cuando ya nada te importa. Estás muerto si ya nada te da miedo. Cuando llegué al tanatorio, yo ya llevaba muchos años muerto.

Me he dado cuenta demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde cuando no se llega a tiempo; cuando no hay vuelta atrás. Y nunca la hay, créeme. No queda sitio para muertos vivientes ni para cristos resucitados. Si cruzas la delgada línea roja, el vértice del punto de inflexión, no se puede volver; nunca. Estúpido de mí, tantas veces lo supe, fui consciente y pasé al otro lado. Tantas veces me lo advirtieron esas voces que me chillaban que no lo hiciera, que me estaba perdiendo. Pero yo no tenía ni tiempo ni ganas de escucharlas. Las voces rebotaban y rebotaban dentro de mi cabeza, resonando en mi impermeable y, ahora mala, conciencia. La sabiduría también llega siempre tarde, ahora ya nada se puede hacer.

Yo no, pero tú sí que puedes. Ahora soy yo el que te grita a ti, escucha: lo estás haciendo mal, jodidamente mal, la estás cagando y te estás perdiendo. Date prisa, ya estás medio muerto. Sí, tú, no te hagas el tonto. Tú, que me miras desde el otro lado del cristal y que te crees mucho mejor que yo; más listo, más joven, más fuerte. Más  idiota. Sí, escúchame ahora que aún puedes salvarte. No nos queda tiempo, mírame y ve en mi frío cadáver el color de la muerte, es tu reflejo. Escúchame, ahora las voces las doy yo y tú eres el que tiene que escucharlas. Si no lo haces, tú serás el siguiente en estar muerto.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

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Aleatorio

16 May

1

Hola, me voy a suicidar.

¿Que quién soy?

No. No me conoces.

Mi nombre no importa.

Digo que no importa mucho cómo me llamo porque tú y yo no nos conocemos; te he llamado al azar.

Sí, al azar. Mira he marcado el 6 y luego no sé si 3, 5, o 5, 3; da igual.

El caso es que he marcado tu número y que tú lo has cogido y que tu número está grabado en la memoria de mi teléfono y que eso te incrimina.

No se te ocurra colgar, ¿me oyes?

Si lo haces me tomo este bote de clonazapan y en media hora tienes a la policía llamando a la puerta de tu casa preguntándote por mi muerte.

En serio,  sí que lo harán. He escrito una carta incriminándote.

Sí, a ti, porque tú eres el dueño del número de la última llamada que tiene mi móvil.

Lo harán, créeme. Lo he dejado todo bien dispuesto, me he tomado mi tiempo para prepararlo. Siempre que pensaba en suicidarme lo hacía imaginando que me llevaría a alguien como tú por delante. Te imputarán extorsión, homicidio involuntario y alguna cosa más que se les ocurra a los abogados de mi padre y a sus amigos fiscales.

Venga, repite conmigo: NO-VOY-A-COLGAR.

Así me gusta, que entres en razón; tranquilito.

Y tampoco vas a grabar nada porque de nada te va a servir, estoy distorsionando mi voz.

Así está mejor. Ya nos vamos entendiendo.

¿Que qué quiero?

¿Dinero? No, por favor. Mi padre tiene todo el dinero del mundo. Yo sólo quiero hablar, que me escuches y me intentes comprender.

Claro que hay más gente con problemas, pero y yo qué.

¿Tú estás casado?

¿Y tendrás hijos, verdad?

¿Eso no te lo dio el dinero? ¿A que no?

A mí sólo me quiere la gente por lo mismo, por interés, por aprovecharse de mí y luego, al final, nada. Todo es una asquerosa y puta mentira.

Sí lo son, esos sí son problemas, son mis problemas y ahora, también, los tuyos.

No me juzgues, no se te ocurra.

Tú no tienes ni idea de mi vida, ni puta idea, ¿sabes?

No me jodas.

¿Ayuda?

Claro que estoy loca y ahora  tú tendrás la culpa…

 

Hola, me voy a suicidar

No. Te equivocas. No soy ni tu mujer ni tu cariño ni nada…

 

© Jesús Ovidio Gómez Montes

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Lo pasado pisado

10 May

Ávila_puesta de sol

Nunca vuelvas donde fuiste feliz. Se repetía esas palabras con las que ella tantas veces le había amenazado mientras cerraba la puerta del coche. Nunca vuelvas. Porque para él eran una amenaza o una advertencia o una tentación. Nunca. Palabras grandes, gigantes, y frágiles, muy frágiles, porque allí estaba él rompiéndolas, nunca digas nunca, y desandando el camino que un día se dijera a sí mismo que nunca volvería a pisar, pero que ahora recorría inquieto por volver a verla. Pisaba sensaciones ya extrañas y gastados por el paso del tiempo y de la vida y de otras que como ella también le amenazaron y le advirtieron y le tentaron. Otras con las que también intercambiaría idénticas promesas, de nuevo inmensas, de nuevo quebradizas: te quiero, te amo, te querré siempre, sólo a ti, te amaré toda la vida, más que a nadie. Otras que también le mentirían y a las que él mintió y quiso y amó y que fueron tan únicas y tan para toda la vida.

Lo pasado pisado. Eso también se lo decía ella siempre y sin embargo había sido ella la que le había llamado y la que había decidido aparecer en la pantalla de su teléfono sin apellido y sin mote; sólo María. No María Curro ni María Prima ni María Amiga Sergio. Así, a secas: María. Sólo ellas, las dueñas de las tentadoras amenazas advertidas, tenían el privilegio de ocupar la agenda sin prefijos ni sufijos. Había además una Laura y una Diana y una Marta. Y ahora había también una Elena, la última en no ser adjetivada. Porque llegaba un momento en que Marco sentía la necesidad de entrar en el móvil y de desvestir sus nombres de todo complemento. No sabría decir cuándo las relaciones llegaban a ese punto, pero el caso es que un día lo hacían y hasta ahora nunca se había equivocado. Había habido y había desnudado a más mujeres, pero aquellas a las que había decidido dejar con sus nombres totalmente áridos eran las únicas que de verdad le habían importado, las únicas mujeres que le habían dolido. Ni muchas ni pocas. Ésas. Y no otras.

Marco se adentraba en estas viejas calles que aún reconocía como suyas, a pesar de no haber vuelto nunca desde que dejara la universidad y desde que ella lo dejara también a él. Marco tuvo que huir de las calles, de la muralla, de sus plazas y de sus bares, porque ella era la ciudad entera. Y aún hoy seguía estando en cada adoquín que pisaba al subir la cuesta que, bordeando por dentro la muralla, unía el lugar donde había conseguido aparcar el coche con la Puerta de Santa Ana. Allí habían quedado. Como tantas otras veces. Marco había aparcado en zona azul, pero hoy era domingo. Zona azul, cuántas cosas habían cambiado aquí; cuánto habrían cambiado ellos. Entonces no había zonas de aparcamiento, aunque tampoco entonces él tenía coche ni sabía que hoy, tantos años después, se volverían a ver.

Cruzó la puerta de la muralla y del otro lado le esperaba una imagen ya vista: una ladera de césped, el sol de fondo y a punto de ponerse y, en medio, ella; la de otros atardeceres. Marco se detuvo en seco, se estaba poniendo muy nervioso. Más de lo que había imaginado. Aún más que sumando todas las veces que había tenido que circunvalar la Ciudad Vieja camino del pueblo desde la capital y que al ver la muralla en lo alto y que por más circunvalación por la que iba no podía rodearla a ella. A la gran ciudad se había mudado para vivir la juventud que no sería con ella. Y no le había ido mal. Había sido feliz varias veces incluso y pensarlo le calmó y entonces pudo acercarse.

—     María. María —tuvo que repetir su nombre para sacarla de su ensimismamiento.

—     Perdona, no te he visto llegar —su mirada no fue de sorpresa, fue familiar; para Marco también lo fue—. Está bonito el cielo, ¿verdad?

—     Sí, sí que lo está —Marco contestó seco, nervioso otra vez.

—     ¿Estás nervioso?

—     No —mintió.

—     Yo sí que lo estoy, pensé que no ibas a venir.

Marco no dijo nada. Era su turno de hablar, pero no supo qué decir y un sol muy rojo y grande y un silencio aún más grande sustituyeron a la conversación por unos instantes.

—     Recordaba estas puestas de sol más amarillas y más bonitas, aún —dijo él para salir del apuro.

—     A mí me pasa igual, siempre me parece que todo es más bonito en la memoria.

—     Bueno, tú dirás—Marco estaba cada vez más agitado—. Aquí estoy como te prometí por teléfono.

—     Marco quiero ser madre y quiero que tú seas el padre.

—     ¿Có-co-mo? —tartamudeó.

—     Tranquilo, no te voy a pedir nada. Sólo que seas tú y no alguien sin cara, sin nombre, un bote.

—     Pero—dudó—.Yo no sé si… —dudó más.

—     No digas nada, calla y siéntate aquí conmigo.

Y no dijo nada, se sentó a su lado, miró el césped, miró la muralla, miró el sol y la miró a ella y sin saber bien por qué le cogió la mano.

© Jesús Ovidio Gómez Montes.

1405100833548.Lo pasado pisado

Amores prohibidos

12 Abr

amores prohibidos

 

 

Y regresé al cielo de sus ojos, de su piel, del sabor de sus besos, del calor de su sexo, de los treinta y nueve correazos y de la semana a pan y agua, de la miel en la boca del asno, de la dulce y joven señorita y del hijo del lacayo. Volver a saborear el Edén, aunque sólo sea por unos minutos; bien me valía por una vida condenado a los infiernos.

© Jesús Ovidio Gómez Montes

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Minientrada

Ocaso

31 Mar

Cuando llegué al tanatorio, yo ya llevaba varios años muerto.

Un despertar de madrugada

22 Ene

ojo luna

Despiertas y, sin saber bien por qué, sientes que nada está en su sitio. Aún es de noche y, sin embargo, por la ventana entra mucha luz, demasiada. El destello naranja farola de una ciudad loca que se niega a descansar, pinta en la pared figuras extrañas. Un teatro chinesco al que te sumas levantando el brazo y saludando a tu sombra. Lo raro es que jurarías haber cerrado la persiana antes de acostarte, es lo que haces siempre. ¿No hace mucho calor? Apartas el nórdico descubriendo tu cuerpo desnudo, porque eres un tío de costumbres y te gusta dormir así: libre, aunque sólo sea en la cama. Estás sudando. Mierda, has debido de olvidarte de apagar la calefacción y eso hace que te enfades un poco, a ti nunca te pasan estas cosas y no está la vida para lujos. Si fuera por Marta, la tendríais toda la noche encendida. Aún te preguntas cómo dos personas con bioclimas tan distintos pueden sobrevivir en el mismo hábitat; será el amor —sí, la quieres— el que permite la vida en un ecosistema perfecto para el cultivo de papayas, o mejor de chirimoyas, que al menos sabes cómo son y que te gustan. Ella duerme profundamente y contenta, supones, ahora que es dueña de todo el nórdico. Tiene una pose graciosa: aovillada con la almohada y chupándose el dedo como una niña. Eso te choca, nunca antes se lo habías visto hacer y eso que a veces, cuando te enredas con un libro y al cerrarlo ella ya se ha dormido, te pasas un buen rato mirándola, como en esa exposición en la que pusieron a Beckham sesteando dentro de un cuadro. Definitivamente ya no tienes sueño. ¿Cuántas horas habrás dormido: cuatro, cinco? En cambio, te sientes extraordinariamente descansado. Decides ir al baño y te pones en pié. Las pantuflas, ¡vaya, por fin algo que está donde debe! Y ahora, de golpe, frío. Esto no hay quien lo entienda: la cama era un horno y al erguirte la temperatura cae súbitamente y se hace el invierno que tocaba. También el olor es raro; huele a herrumbre, a óxido. Te estás empezando a mosquear y con la alerta apenas orinas unas gotas. Tiras de la cadena y el agua no sale teñida de azul como a Marta le gusta, es roja y espesa como sangre a medio coagular, agua ferropénica. Es a esto a lo que olía. Te sobresaltas y abres el grifo para echarte agua en la cara y despertarte bien y te bañas en más sangre porque del grifo también está manando. Esto ya no es que sea raro y empiezas a asustarte. Entonces piensas en buscar otro grifo y corres hacia la cocina y de allí el agua sale tan, o más, sanguinolenta que la del baño. Ya no es miedo, ahora estás acojonado. Decides despertar a Marta y de vuelta a la habitación algo te llama la atención en el salón: un vestido de novia, blanco impoluto y con una gran cola, cuelga de la lámpara de hélices que gira a toda velocidad. De pronto, del motor, surge un  ruido: pi-pi-pi-pi… Apagas corriendo el despertador. Marta sigue dormida a tu lado. Es sábado y te has olvidado de quitar la alarma. Son las seis de la mañana. Seguramente no os levantaréis hasta las nueve o las diez, tiempo suficiente para pensar en cómo le vas a decir que lo de casaros no es buena idea.

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