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Lo pasado pisado

10 May

Ávila_puesta de sol

Nunca vuelvas donde fuiste feliz. Se repetía esas palabras con las que ella tantas veces le había amenazado mientras cerraba la puerta del coche. Nunca vuelvas. Porque para él eran una amenaza o una advertencia o una tentación. Nunca. Palabras grandes, gigantes, y frágiles, muy frágiles, porque allí estaba él rompiéndolas, nunca digas nunca, y desandando el camino que un día se dijera a sí mismo que nunca volvería a pisar, pero que ahora recorría inquieto por volver a verla. Pisaba sensaciones ya extrañas y gastados por el paso del tiempo y de la vida y de otras que como ella también le amenazaron y le advirtieron y le tentaron. Otras con las que también intercambiaría idénticas promesas, de nuevo inmensas, de nuevo quebradizas: te quiero, te amo, te querré siempre, sólo a ti, te amaré toda la vida, más que a nadie. Otras que también le mentirían y a las que él mintió y quiso y amó y que fueron tan únicas y tan para toda la vida.

Lo pasado pisado. Eso también se lo decía ella siempre y sin embargo había sido ella la que le había llamado y la que había decidido aparecer en la pantalla de su teléfono sin apellido y sin mote; sólo María. No María Curro ni María Prima ni María Amiga Sergio. Así, a secas: María. Sólo ellas, las dueñas de las tentadoras amenazas advertidas, tenían el privilegio de ocupar la agenda sin prefijos ni sufijos. Había además una Laura y una Diana y una Marta. Y ahora había también una Elena, la última en no ser adjetivada. Porque llegaba un momento en que Marco sentía la necesidad de entrar en el móvil y de desvestir sus nombres de todo complemento. No sabría decir cuándo las relaciones llegaban a ese punto, pero el caso es que un día lo hacían y hasta ahora nunca se había equivocado. Había habido y había desnudado a más mujeres, pero aquellas a las que había decidido dejar con sus nombres totalmente áridos eran las únicas que de verdad le habían importado, las únicas mujeres que le habían dolido. Ni muchas ni pocas. Ésas. Y no otras.

Marco se adentraba en estas viejas calles que aún reconocía como suyas, a pesar de no haber vuelto nunca desde que dejara la universidad y desde que ella lo dejara también a él. Marco tuvo que huir de las calles, de la muralla, de sus plazas y de sus bares, porque ella era la ciudad entera. Y aún hoy seguía estando en cada adoquín que pisaba al subir la cuesta que, bordeando por dentro la muralla, unía el lugar donde había conseguido aparcar el coche con la Puerta de Santa Ana. Allí habían quedado. Como tantas otras veces. Marco había aparcado en zona azul, pero hoy era domingo. Zona azul, cuántas cosas habían cambiado aquí; cuánto habrían cambiado ellos. Entonces no había zonas de aparcamiento, aunque tampoco entonces él tenía coche ni sabía que hoy, tantos años después, se volverían a ver.

Cruzó la puerta de la muralla y del otro lado le esperaba una imagen ya vista: una ladera de césped, el sol de fondo y a punto de ponerse y, en medio, ella; la de otros atardeceres. Marco se detuvo en seco, se estaba poniendo muy nervioso. Más de lo que había imaginado. Aún más que sumando todas las veces que había tenido que circunvalar la Ciudad Vieja camino del pueblo desde la capital y que al ver la muralla en lo alto y que por más circunvalación por la que iba no podía rodearla a ella. A la gran ciudad se había mudado para vivir la juventud que no sería con ella. Y no le había ido mal. Había sido feliz varias veces incluso y pensarlo le calmó y entonces pudo acercarse.

—     María. María —tuvo que repetir su nombre para sacarla de su ensimismamiento.

—     Perdona, no te he visto llegar —su mirada no fue de sorpresa, fue familiar; para Marco también lo fue—. Está bonito el cielo, ¿verdad?

—     Sí, sí que lo está —Marco contestó seco, nervioso otra vez.

—     ¿Estás nervioso?

—     No —mintió.

—     Yo sí que lo estoy, pensé que no ibas a venir.

Marco no dijo nada. Era su turno de hablar, pero no supo qué decir y un sol muy rojo y grande y un silencio aún más grande sustituyeron a la conversación por unos instantes.

—     Recordaba estas puestas de sol más amarillas y más bonitas, aún —dijo él para salir del apuro.

—     A mí me pasa igual, siempre me parece que todo es más bonito en la memoria.

—     Bueno, tú dirás—Marco estaba cada vez más agitado—. Aquí estoy como te prometí por teléfono.

—     Marco quiero ser madre y quiero que tú seas el padre.

—     ¿Có-co-mo? —tartamudeó.

—     Tranquilo, no te voy a pedir nada. Sólo que seas tú y no alguien sin cara, sin nombre, un bote.

—     Pero—dudó—.Yo no sé si… —dudó más.

—     No digas nada, calla y siéntate aquí conmigo.

Y no dijo nada, se sentó a su lado, miró el césped, miró la muralla, miró el sol y la miró a ella y sin saber bien por qué le cogió la mano.

© Jesús Ovidio Gómez Montes.

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